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México D.F. Sábado 4 de octubre de 2003

DESFILADERO

Jaime Avilés

Rulfo y Joyce: espejos

Sorprendentes coincidencias vitales entre el célebre escritor irlandés y su colega jalisciense

Un vistazo al laboratorio de El Llano en llamas

VOLANDO SOBRE EL ATLANTICO. James Joyce nació en Irlanda, patio trasero del imperio inglés. Juan Rulfo en México, traspatio del imperio estadunidense. Cada cual por caminos propios -Joyce en las aulas del Trinity College de Dublín, donde obtiene la licenciatura en artes; Rulfo, como puede, un poco en la UNAM, pero de modo más bien autodidacta-, alcanzan una erudición asombrosa en materia de conocimientos literarios. Desde muy jóvenes, los dos comprenden y definen la forma, las dimensiones y los alcances de aquello que desean escribir. Y ambos realizan su obra maestra antes de cumplir 40 años.

En efecto, en 1921, a la edad de 39, Joyce pone punto final al capítulo último de Ulises, y Rulfo culmina Pedro Páramo en 1954, a los 37. Pero de todas las coincidencias que los identifican como espíritus afines, la más notable -quizá porque nada tiene que ver con su producción artística- es que ambos fueron esposos y amantes de una sola mujer a la que nunca le pusieron los cuernos.

Joyce, venido al mundo el 2 de febrero de 1882, conoció a Nora Barnacle el 16 de junio de 1904, se enamoró a primera vista y pocos meses después se fugó con ella a Trieste para escapar de las asfixiantes convenciones morales irlandesas y vivió en su compañía hasta el fin de su existencia. Rulfo, alumbrado el 16 de mayo de 1917, se encontró a Clara Aparicio en un café de Guadalajara un día impreciso de 1941 (año de la muerte de Joyce), y aunque también se enamoró a primera vista, invirtió tres largos años en reunir el valor suficiente para atreverse a abordarla y sostuvo con ella un devoto romance por correspondencia y permaneció a su lado hasta extinguirse.

Otra coincidencia: Joyce estaba internado en un hospital de Zurich, gravemente enfermo del aparato digestivo, y Nora insistió en quedarse junto a su cama toda la noche, pero su marido le pidió que se fuera a la casa a descansar y volviera al día siguiente, que era lunes. Horas más tarde, sin que se percataran las enfermeras, Joyce falleció en silencio, discretamente. Por su parte, Rulfo descansaba en su propia cama, aquejado de cáncer pulmonar, y veía caer la tarde cuando llamó a Clara y le solicitó que le preparara algo en la cocina. Mientras su esposa encendía la lumbre de la estufa y buscaba en la alacena, Rulfo expiró, también en silencio, con idéntica discreción.

Aprisionado en la butaca más estrecha de este avión de bandera holandesa que vuela al sur de Groenlandia entre Europa y América, miro con expectación la pantallita que anuncia el principio de la segunda película del trayecto y descubro con asco que se trata, para variar, de una reiterativa estupidez hollywoodense. Lo confieso: tengo hambre.

Nos han servido una miserable escudilla con tres pedacitos de gallina vieja, contorneados de una cucharada de pasta hervida más delgada que el hilo dental, y pienso rencorosamente en que la aerolínea que me transporta, además de cobrarme una fortuna y no darle un centavo de comisión a la agencia de viajes que me tramitó el boleto, por lo cual he debido pagar un porcentaje extra, me tiene embutido en este asiento, a una distancia de 50 centímetros del respaldo de adelante, y no sólo me impide fumar sino que me somete a una dieta carcelaria. Por fortuna, tengo a Rulfo.

Aire de las colinas


Me arranco los audífonos, harto de la insoportable programación que zumba en todos los canales, y regreso a las páginas de un libro desconocido que, estirando mucho los brazos para enfocar bien los danzantes renglones (todavía no repongo mis anteojos de miope), me muestra un Rulfo insólito: bromista, ocurrente, divertidísimo. El volumen se llama Aire de las colinas (Editorial Areté-Plaza y Janés, México, 2000) y contiene las 81 cartas que Rulfo escribió a Clara Aparicio entre octubre de 1944 y diciembre de 1950.

Recopiladas por Alberto Vital, autor del prólogo, las cartas muestran el esforzado y sostenido crecimiento de una relación que se inicia en el momento en que, pasados los tres años de tenaz acecho en la sombra (1941-1944), viendo crecer a Clara, convertirse en muchachita y en juiciosa adolescente, Rulfo ha acometido la hazaña de hablarle por primera vez (ahora ella tiene 16 años, las fotos de la época la exhiben hermosísima) y contarle sus intenciones.

Clara acepta en principio -de acuerdo con Vital-, pero impone a su pretendiente la prueba de la paciencia. A lo largo de los próximos tres años, consentirá en cartearse con él y ser visitada cuando lo permitan las circunstancias, y mientras tanto procurará descubrir de qué está hecho ese huérfano de padre y madre que le sale al paso como un desolado solicitante de su amor. Rulfo, en consecuencia, desenfunda la pluma, su poderosa arma de seducción, y ataca "de frente y con venablo" (como reza el poema de Alejandro Aura), pero no pierde de vista que la aventaja considerablemente en edad.

Así principia su cauteloso acercamiento, poniendo harto empeño y cuidado en no espantarla. En ese contexto, las primeras dos cartas (octubre de 1944) pretenden más bien ser poemas y exhalan un tufo decimonónico, a la usanza francesa, marcadas por una timidez tan grande que se revela en el hecho de que su autor no se anima siquiera a nombrarla. La tercera (enero de 1945) está impregnada de una mezcla de formalidad y velado paternalismo. En lo alto de la hoja escribe: "Sta [que parece más abreviatura de santa que de señorita] Clara Aparicio. Kunhardt 55. Guadalajara, Jal." Y más abajo se extiende: "Clara, pequeña amiga mía:", pero a partir de allí entra en confianza.

Del cambio de tono se infiere que entre los finales del 44 y el arranque del 45 ha habido entre ellos un acercamiento directo y, según esto, provechoso para el galán y no desagradable para la niña. Rulfo le cuenta que, por la caprichosa decisión de su tío David -una suerte de padre putativo-, se ha trasladado a la ciudad de México, así nomás, de repente. El viaje dura dos meses, lapso en que le manda cuatro cartas más y le habla sin desenfado acerca de los trastornos profundos de su corazón.

Retorna a Guadalajara, donde permanece hasta agosto, cuando reanuda el epistolario, pero esta vez la estancia en el DF es más breve. Vuelve a la capital de Jalisco y su romance, por lo que se puede juzgar ulteriormente, continúa prosperando, pero no tanto como la carrera política de su tío David, teniente coronel del Ejército Mexicano, que explota su cercanía con el presidente Avila Camacho y es nombrado jefe de la policía capitalina, un puesto desde el cual insiste en atraer a su desbalagado sobrino.

A lo largo de 1946, el escritor luchará contra la influencia que sobre él ejerce su protector, obstinado en tenerlo cerca de él en México, pero logra resistir para no alejarse de Clara. Un año más tarde, apremiado por la urgencia de ganarse la vida y contar con un empleo estable, se va definitivamente de Guadalajara y cuando llega a la ciudad de los palacios, a la edad de 30 años, para incorporarse a la fábrica de llantas Goodrich-Euzkadi y sentar cabeza para casarse al fin, la correspondencia entra en la etapa más intensa y disfrutable. He aquí un ejemplo.

"Mayecita: Ellos no pueden ver el cielo. Viven sumidos en la sombra, hecha más oscura por el humo. Viven ennegrecidos durante ocho horas, por el día o por la noche, constantemente, como si no existiera el sol ni nubes en el cielo para que ellos las vean, ni aire limpio para que ellos lo sientan. Siempre así e incansablemente, como si sólo hasta el día de su muerte pensaran descansar.

"Te estoy platicando lo que pasa con los obreros en esta fábrica, llena de humo y de olor a hule crudo. Y quieren todavía que uno los vigile, como si fuera poca la vigilancia en que los tienen unas máquinas que no conocen la paz de la respiración. Por eso creo que no resistiré mucho a ser esa especie de capataz que quieren que yo sea. Y sólo el pensamiento de trabajar así me pone triste y amargado. Y sólo el pensamiento de que tú existes me quita esa tristeza y esa fea amargura.

"(...) Por otra parte, no me puedo imaginar cómo una niña tan menudita puede HACER UNA LETROTA TAN GRANDE... al escribir una carta. Eso es hacer trampa..." (febrero de 1947).

El "1er. domingo de marzo" prosigue su relato. "Chiquitina: Ya estoy más calmado. Ya puedo hablarte con tranquilidad después de la carta tan enredosa que te escribí. Me hicieron enojar mucho. Eso fue. Pero ahora ya no estoy enojado con nadie y me siento otra vez bueno. Claro que no tan bien como me sentía cuando podía verte y platicar contigo, pero sí mejor que en días pasados.

"Lo que ocurrió fue que la fábrica me hizo ver un mundo muy negro. (...) Entonces fue cuando se me ocurrió rebelarme. Dejar ese trabajo y echar pleito con mis parientes. (...) Y (ahora) aquí estoy, en Ventas, vendiendo llantas. Un lugar que se parece más a este mundo. (...) Ojalá esta carta sea el principio de una serie en la cual ya no tenga por qué quejarme, pues no está bueno que la mujercita que yo quiero tanto sirva de paño de lágrimas de cualquier tipo chamagoso como éste..."

En la siguiente carta remprende una batalla distinta, dueño ahora, para que se vea cómo cambian las cosas, completamente de la situación. "Mujercita: volviste a hacer trampa. Es muy cierto que tu carta no sólo vale por dos, sino hasta un rengloncito vale más; pero, hazme el favor, Ƒde dónde sacas esa letra tan grande? Me vas a dar a entender que de pura flojera y no lo voy a creer. Porque no eres tan floja como crees que eres. Lo que pasa es que tienes todos los diablos dentro; pues ahora se te ocurre escribir una carta con todas las leyes: espacios anchos a uno y otro lado como si fueran versos; luego U N A P A L A B R A E N C A D A R E N G L O N, rete alargada. A veces imagino que me escribes acostada. Esto es una regañada que te estoy dando. No te rías, que es cosa seria. Tengo en estos momentos la frente muy arrugada y los ojos colorados".

Aparte de su valor testimonial, los textos reunidos en Aire de las colinas nos permiten entrar en el laboratorio de un artista que en esa etapa de su vida estaba creando los cuentos inmortales de El Llano en llamas y buscando una forma de expresión centrada en un propósito sobre el que no abrigaba dudas: escribir con estricto apego al habla popular, al lenguaje vivo de la gente, para distanciarse del resto de los escritores, empeñados en componer sus libros "con palabras de museo, tomadas de la literatura española que nada tiene que enseñarnos a los latinoamericanos", como Rulfo le diría muchos años más tarde a un periodista argentino en Buenos Aires. Pero, bueno, el avión ha sacado las ruedas y el suplicio llega a su fin.

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