![]() DE LAS GROSERÍAS El lenguaje, la más alta de las facultades humanas, es políticamente incorrecto. Ríos caudalosos como el latín y el árabe nos han legado centenares de palabras ofensivas, de insultos que se han ido puliendo o desmoronando a lo largo de los siglos. La literatura está llena de esas palabras: las burlas escatológicas de Aristófanes; los agrios motes que la reina madre vuelca sobre Ricardo, su hijo, en el Ricardo iii, de Shakespeare; Las venturas y desventuras del ojo del culo, del genial y terrible Francisco de Quevedo, firmadas por el licenciado Juan Lamas, el del camisón cagado, son sólo algunos ilustres ejemplos. Tras ellos me parapeto para comenzar este artículo. Pero aun aquí, en mi casa, hay censores. El procesador de palabras de mi computadora subraya con una línea roja y ondulante las palabras culo y cagado, como si me invitara a reflexionar, a hojear el diccionario en busca de un sinónimo menos ofensivo para adecentar esta página. Pero esos escritores buscaron en sus vastísimos arsenales palabras subversivas, hirientes y burlonas; las usaron con tal maestría, que los insultos que concibieron han llegado hasta nuestros días con las espinas intactas.
Yo no soy aficionada al albur. En primer lugar porque soy mujer, y la carga misógina y homofóbica del albur me incomoda. En segundo, porque en nuestra cultura las mujeres no contestan los albures, so pena de convertir el intercambio en una abierta confrontación. A mí lo que me gusta son las groserías. Mi madre es yucateca, y los yucatecos son gente malhablada y escatológica. Hay decenas de bombas cuya frase final revela la presencia de la caca. Los refranes de uso corriente en mi casa son, a menudo, versiones hilarantes de otros, más serios y más conocidos: la misma lavativa con distinto bito que es la misma gata pero revolcada. Perrito que comió mierda, luego aunque sea la huele, es gallina que comió huevo, sólo que le quemen el pico. No está el horno para bollos en Yucatán es el escabroso no está el culo para besos. Cuando se comentaba caritativamente la desdicha de alguien esforzado y buena gente, se decía con un resignado suspiro que cuando la suerte se empeña en joder al desgraciado, por más que se limpie el culo, siempre le queda cagado. Sólo me referiré a los refranes, porque las más de las veces los escuché en boca de gente muy conservadora. Los apodos, bombas y demás, ocuparían muchas páginas y no se aplican con la misma filosófica imparcialidad. Graciela Montes cuenta en La frontera indómita cómo en la escuela de monjas en que la educaron, el castigo consistía en encerrarla en el refectorio. Le dejaban tener un libro, y la pequeña Graciela escogió el diccionario: "Sin salir de mi rincón de la penitencia, busqué mis dos palabras: culo y teta [ ] Eran, en esa oscuridad, palabras violentas y destellantes, y yo me sonreía en secreto y en silencio." Al emprender la tarea de educar a un niño se le otorga el lenguaje y se le impone, necesaria, la represión. Hay palabras que nombran lugares secretos y peligrosos, "sucios". En el delicado proceso del control del cuerpo, nace la vergüenza; pero, por suerte, quedan las groserías. Nada como reírse de uno mismo para aligerar el peso del miedo. A veces, frente al noticiero, sólo hay de dos sopas: llorar de impotencia o gritar rabiosamente: ¡qué cabrones! ¡qué bola de hijos de la chingada! |