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México D.F. Domingo 28 de septiembre de 2003

Guillermo Almeyra

Argentina: modelo para desarmar

En el plano político, Néstor Kirchner, por quien nadie daba nada hace unos pocos meses, ha tomado medidas importantes y ha impresionado al imaginario colectivo, argentino y mundial, con golpes simbólicos (como la anulación de las leyes de impunidad para los genocidas militares o la prisión de algunos de ellos que aún hoy reivindican sus asesinatos). Como la política se basa en los símbolos, esa rectificación del curso infame seguido por los gobiernos anteriores, así como la mayor firmeza frente al Fondo Monetario Internacional (FMI) en las negociaciones recientes, le han granjeado al presidente sureño popularidad en un país sin esperanza y donde el descrédito de los políticos es general. Eso no es poco y ha cambiado el ambiente político para bien y, por tanto, no puede ser ignorado.

Pero, en lo esencial, subsiste el funesto modelo neoliberal por más que los funcionarios lo critiquen. El pago de la deuda, y no el crecimiento del mercado interno gracias a un aumento del nivel de ingresos y del nivel de empleos, sigue siendo el norte del equipo económico. Los salarios y las jubilaciones siguen congelados y se devalúan con la inflación, lo cual deprime la actividad económica. Aunque se proponga una quita de 75 por ciento a los propietarios privados de bonos estatales, en realidad se les está diciendo que se les pagará un 25 por ciento de algo que no sólo no se puede pagar sino que también es inmoral pagar. Las futuras generaciones de argentinos deberán así exprimirse para saldar una deuda con gente -nacional o extranjera- que sabía que trataba con bandidos y especulaba con ese mismo hecho para ganar más. Se contratan además préstamos con el FMI para pagar al FMI, simplemente postergando por tres años el saqueo mayor. Sobre todo, se acepta el principio inaceptable de que el país debe tener un superávit fiscal de 3 por ciento para pagar la deuda cuando Estados Unidos, para reanimar su economía, tiene en cambio un déficit de 4 por ciento, y los grandes países industrializados también utilizan la herramienta estatal (mediante un déficit controlado) para estimular la suya. Ahora bien, un superávit significa reducir los gastos estatales cuando éstos son indispensables para hacer obras públicas, crear empleos, sostener regiones enteras. Positivamente, se están tomando medidas para acabar con la corrupción y la ineficiencia en el pago de las jubilaciones y pensiones (lo cual quita ganancias al capital financiero) y el gobierno no cedió a la exigencia criminal del FMI de arrancar fondos a un país hambriento para pagar indemnizaciones a los bancos extranjeros por el resultado de la política del propio FMI, del capital financiero y de los agentes capitalistas nacionales de los mismos. Pero los bancos siguen siendo herramientas del capital financiero extranjero, bombas de succión de los ahorros nacionales, y no palancas del desarrollo. Por ahora no se aceptó el aumento de las tarifas que exigían las empresas privatizadas y el FMI, pero ya se habla de concederlo, reduciendo aún más los ingresos populares. En cuanto al petróleo, que es una de las bases de la exportación nacional, sigue en manos de la española Repsol que lo exporta en cantidades crecientes, a pesar de que las reservas probadas pasaron de 24 años a sólo 14 años (de aquí a 2018, para entendernos) sin que se obligue a la compañía a hacer exploraciones o investigaciones sobre fuentes alternativas de energía para el momento en que se acabe y sin que se modifiquen las estructuras (termoeléctricas, por ejemplo, devoradoras de energía fósil). Y así podemos seguir. La filosofía es debt first (primero la deuda) y no work first (primero el trabajo). Se sigue creyendo que hay que atraer inversionistas a cualquier costo, para esta o para las futuras generaciones, y no que hay que movilizar capitales argentinos para crear un gran plan de empleo e industrias que de valor agregado a las exportaciones de productos primarios (petróleo y productos agrícolas) que el país sigue manteniendo como eje de su modelo económico. A la oligarquía terrateniente, profundamente imbricada con capitalistas extranjeros, nadie le ha tocado un pelo. Ni siquiera se le han aumentado las retenciones por los productos que exporta, lo cual ha trasladado las diferencias de precios a sus ganancias y no a las arcas del Estado (recuérdese que Perón, que no era ningún revolucionario, había creado en cambio el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio para imponer una versión liviana del monopolio estatal del comercio exterior). Tocar la tenencia de la tierra y dar tierra a quien quiera trabajarla, y golpear al capital financiero para dar crédito barato a la producción, permitiría reducir la desocupación y el hambre, que en la Argentina, en particular, claman al cielo. Una ley presupuestaria menos infame (pues da más fondos a la educación, la sanidad, las obras públicas, la investigación) es, por supuesto, un hecho positivo. Pero se necesitan medidas de fondo, no paños tibios para aliviar una situación aún desastrosa y sin perspectivas de medio plazo. En vez de esperar de Kirchner, hay que abrir un gran debate nacional sobre qué proyecto de país se necesita y sobre dónde están los fondos para el desarrollo.

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