Marguerite
Yourcenar
Animula
Vagula Blandula
Un dios que quiere que yo viva te ha
ordenado que dejes de amarme. No soporto bien la felicidad. Falta de costumbre.
En tus brazos, lo único que yo podía hacer era morir. Así
escribía y escribe Marguerite Yourcenar, la entrañable autora
cuyo primer centenario celebramos en este número. Isla, López
Aguilar y Murguía hablan de distintas facetas de una de las más
brillantes escritoras de la historia del mundo. En los dos textos de Yourcenar
están presentes el erotismo y la muerte. Sus definiciones se hacen
y deshacen en un profundo movimiento dialéctico. Por eso, ahora
más que nunca decimos con ella que de todos nuestros juegos, el
amor es el único que amenaza trastornar el alma, y el único
donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo.
Los
cínicos y los moralistas están de acuerdo en incluir las
voluptuosidades del amor entre los goces llamados groseros, entre el placer
de beber y el de comer, y a la vez, puesto que están seguros de
que podemos pasarnos sin ellas, las declaran menos indispensables que aquellos
goces. De un moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico
pueda engañarse así. Pongamos que unos y otros temen a sus
demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se abandonan, y que tratan
de rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante
la cual sucumben, y de su extraño misterio en el que se pierden.
Creeré en esa asimilación del amor a los goces puramente
físicos (suponiendo que existan como tales) el día en que
haya visto a un gastrónomo llorar de deleite ante su plato favorito,
como un amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros juegos, es el
único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el
jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable
que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva
la suya no obedece del todo a su dios. La abstinencia o el exceso comprometen
al hombre solo; pero salvo en el caso de Diógenes, cuyas limitaciones
y cuya razonable aceptación de lo peor se advierten por sí
mismas, todo movimiento sensual nos pone en presencia del Otro, nos implica
en las exigencias y las servidumbres de la elección. No sé
de nada donde el hombre se resuelva por razones más simples y más
ineluctables, donde el objeto elegido sea pesado con más exactitud
en su peso bruto de delicias, donde el buscador de verdades tenga mayor
probabilidad de juzgar la criatura desnuda. Partiendo de un despojamiento
que iguala el de la muerte, de una humildad que excede la de la derrota
y la plegaria, me maravillo de ver establecerse cada vez la complejidad
de las negativas, las responsabilidades, los dones, las tristes confesiones,
las frágiles mentiras, los apasionados compromisos entre mis placeres
y los del Otro, tantos vínculos irrompibles y que sin embargo se
desatan tan pronto. El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al
amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle
parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra placer
abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza,
dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y
grito. La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas
de carne que te he visto copiar en tu cuaderno escolar como un niño
aplicado no define el fenómeno del amor, así como la cuerda
rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos. Esa frase
no insulta a la voluptuosidad sino a la carne misma, ese instrumento de
músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago
es el alma.
Tomado de Memorias
de Adriano II, Marguerite Yourcenar,
Literatura Contemporánea
4, Origen/Planeta.
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