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México D.F. Viernes 19 de septiembre de 2003

Horacio Labastida

México insurgente

Los cinco años del estelar movimiento de Independencia, del Grito de Dolores por el cura Miguel Hidalgo y Costilla al fusilamiento de José María Morelos y Pavón (1815), fueron extraordinaria manifestación del espíritu libertario que inspira la tremenda lucha de nuestro pueblo contra las elites capitalistas supranacionales y sus gobiernos que pretenden explotarnos y oprimirnos.

La insurgencia mexicana ha sido y es, desde Melchor de Talamantes (1765-1809) y la rebelión de los ayuntamientos de México y Valladolid (1808-1809), que buscaron sin éxito la autonomía de la España invadida por Napoleón I, prueba fehaciente de nuestra indomable y siempre renaciente vocación libertaria, opuesta al derecho divino de los reyes y a la verdad única del totalitarismo del pasado y del presente.

Esta vocación central fue acentuada por la insurgencia morelense al proclamar la validez de la República Popular como Estado comprometido con el pueblo y no con minorías opulentas, en la inteligencia de que -consta así en los Sentimientos de la nación (1813)- para que la República popular pueda concretarse en la realidad del tiempo y el espacio histórico, tendrá que reunir tres condiciones irremisibles, a saber: a) ejercer una autoridad soberana absoluta y no relativa ante sí misma y ante el mundo, b) acatar y respetar los derechos del hombre, cuyo libre ejercicio impide el libertinaje de tiranías sirvientes del poder económico, y c) una justicia social distribuidora de manera equitativa de riquezas y culturas producidas por la sociedad, para garantizar el bien común.

Morelos y sus gentes advirtieron con toda claridad que la justicia social es el factor sine qua non de la soberanía absoluta del Estado y del goce continuo de las garantías individuales, exigencia que no fue precisada en los debates de Chilpancingo ni en el texto del Decreto constitucional de Apatzingán (1914), en el que se recogió con exactitud la autodeterminación intocada del pueblo, mas no su fuente vital, la justicia. Sin embargo, la suprema insurrección del México naciente selló con su luz el resto de los anales históricos.

El avasallamiento que nos impusieron Félix María Calleja (1755-1828) y sus ejércitos en nombre del perturbado Fernando vii, último rey del imperio mexicano, no impidió la reproducción fúlgida del movimiento insurgente, en el ímpetu por hacer triunfar al partido del progreso contra el partido del retroceso, en los años ilustrados (1833-34) de Valentín Gómez Farías y el doctor Mora, que Santa Anna y los barones del dinero atropellaron con brutalidad para hacer posible las ambiciones del Tío Sam, arrebatarnos más de la mitad del territorio original en el trágico tiempo que va de la guerra de Texas (1835) al desastre de los acuerdos de Guadalupe Hidalgo, en el queretano 1848, al concluir la guerra yanqui, perversamente patrocinada por James K. Polk, el onceavo presidente estadunidense que propició del mismo modo el acaudalamiento de unos cuantos con el oro de California y la extensión de la esclavitud en las estancias del suroeste de Estados Unidos, todo esto enmarcado en la doctrina Monroe (1823).

El movimiento reformista de Ayutla, iniciado en marzo de 1854, y su Constitución de 1857 abrieron otro capítulo del México insurgente, haciendo añicos al conservadurismo del Plan de Tacubaya (1857) y sus adalides Félix Zuloaga y Miguel Miramón, para enfrentar victoriosamente a partir de 1862 y 1864 a Napoleón III, invasor de la patria, y al ambicioso Maximiliano, y declarar con Benito Juárez el respeto al derecho ajeno entre los individuos y las naciones (1867) como fuente de paz, formulando así otra de las grandes tesis de nuestra política interior y exterior.

La prolongada tiranía de Porfirio Díaz, apuntalada por el Partido Científico de José Ives Limantour, imponente secretario de Hacienda al tomar posesión el 9 de mayo de 1893 y abrir las puertas al capitalismo extranjero estadunidense e inglés, induciendo en el país una grave dependencia del exterior, provocó la grandiosa reacción del México insurgente al hacer estallar la revolución y sancionar un artículo 27 en la Constitución de 1917, bandera de la justicia social que fue enarbolada por los hombres de la Independencia en 1813, en el propósito de conformar en el país una verdadera república popular soberana y equitativa.

José Vasconcelos creyó posible la bancarrota del imposicionismo autoritario de Plutarco Elías Calles y su antecesor Alvaro Obregón, y Lázaro Cárdenas al echar abajo al jefe máximo de la Revo-lución (1935-36). Los dos, Vasconcelos y la grandeza de Cárdenas, dieron presencia al México insurgente que ahora recobra a la república popular casi perdida a través de decenios de enajenación del Estado por gobiernos autoritarios y comprometidos con un capitalismo supranacional ajeno al bien común de nuestro pueblo. Pero la conciencia insurgente no está muerta. La rebelión del zapatismo chiapaneco y del EZLN junto con la bella y magnificente protesta colectiva, que la semana pasada hizo fracasar a la OMC en Cancún, acreditan que la conciencia y el movimiento insurgente son el camino de la grandeza mexicana.

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