.. |
México D.F. Domingo 14 de septiembre de 2003
Marcos Roitman Rosenmann
Chile, 30 años después
Todo parece haber cambiado, empezando por la fisonomía
de las grandes ciudades, en particular Santiago. Centros comerciales, monumentales
edificios y construcciones faraónicas, realizadas al amparo de la
corrupción del régimen militar, se alzan como los logros
máximos de un nuevo Chile del que muchos quieren sentirse coautores.
Desde la coalición del gobierno hasta la derecha pinochetista y
no pinochetista, se vanaglorian de sus artífices. Chile ya no es
lo que era. Sus reformadores tampoco. Pocos son los que bajan la cabeza
frente a tanta ignominia y separan el trigo de la paja. La mayoría,
en cambio, se vanagloria de tener urbes de primer mundo y se jacta de ello
todo el día. Resulta curioso ver cómo se enfatiza "el buen
comportamiento de los usuarios del metro", símbolo del progreso
y el cambio de época. Durante el gobierno de Salvador Allende, el
metro, sólo zanjas; con Pinochet, una realidad. Pocos se atreven
a recordar y muchos desconocen que de sus entrañas emergió,
entre otros, a los días siguientes al golpe de Estado, el cuerpo
torturado y mutilado de Víctor Jara.
Sobre el Chile actual se cierne una visión idílica.
La emergencia de un país ejemplar fundado en el éxito del
modelo político-económico más tarde apellidado "neoliberal".
Para evitar comparaciones odiosas con Augusto Pinochet, Carlos Salinas
de Gortari aplica el mismo ideario, sólo que lo adjetiva "liberalismo
social". Construido bajo cinco pilares, se presenta como la panacea. Estos
son sus principios: 1) retirada del Estado de la economía, con su
consiguiente reforma estructural: cambio del régimen político,
de la constitución del Estado y del proceso de gobierno o gestión
pública. Todo ello conocido como proceso de gobernabilidad; 2) preminencia
del capital privado en la asignación de recursos y en el control
del mercado; 3) apertura externa comercial y financiera: i) comercial,
provocando la reducción arancelaria completa, el libre comercio,
y ii) financiera, permitiendo y garantizando la entrada completa de capitales
especulativos a corto plazo o de inversión directa a medio y largo;
4) reforma del mercado de capitales externos y tasa de interés libre,
flotación del precio del dinero, y 5) mercado libre de trabajo,
para conseguir la máxima utilización de la fuerza de trabajo
en la lógica del mercado.
Sus resultados, considerados óptimos, han sido
propagados como la labor de un equipo con objetivos y metas, en el que
el altruismo y la vocación pública han guiado su actuación.
No de otra manera se puede entender la frase de Pinochet el día
de la entrega del mando a Patricio Aylwin en 1990: "No teníamos
plazos, sino metas. Labor cumplida". En otras palabras, el Chile de hoy
es heredero del golpe militar que derrocase al gobierno constitucional
de Salvador Allende. El pecado original de su violenta implantación
se redime por el éxito del resultado. ¿El fin justifica los
medios?
Sacudirse los complejos y mirar hacia el futuro. Altas
tasas de crecimiento, buen nivel de inversiones extranjeras, éxito
total en el plan de privatizaciones, firma de acuerdos preferenciales con
la Unión Europea, Canadá, Estados Unidos, Japón, en
fin, el mejor de los mundos posibles. Sin fisuras y con una "elite comprometida"
no puede tolerarse que irresponsables vengan a cambiar la bitácora
de viaje. Con este epíteto fueron considerados los impulsores de
la acusación particular y popular contra Pinochet y otros. No en
vano el gobierno de Eduardo Frei hizo todo lo legal e ilegal para dejar
en libertad al imputado número uno en delitos y crímenes
de lesa humanidad. Así, el prototipo de chileno moderno, dueño
de su destino y firme convencido de vivir en un país de ensueño,
debe avalar o al menos reconocer que el golpe de Estado del 11 de septiembre
de 1973 fue necesario, cuando no inevitable.
Esta concepción ideológicamente perversa
es simbólicamente compartida por una parte importante de la llamada
izquierda chilena, incluso se enquista en el lenguaje común al identificar
el gobierno de la Unidad Popular, sobre todo en el periodo vivido entre
1972-1973, como un momento de caos e ingobernabilidad. Al apellidarlo situación
de caos se pierde el proceso consciente de desestabilización política
e institucional, como cabría adjetivar la política desarrollada
desde la democracia cristiana, el partido nacional y los pequeños
partidos y grupos directamente fascistas, comprometidos en la trama golpista
sediciosa y antidemocrática. En este error de apreciación
cae, por poner un ejemplo, un director de cine tan brillante como Patricio
Guzmán, autor de La batalla de Chile, quien en su tercera
parte, La memoria obstinada, comienza con su voz diciendo: "Chile
estaba sumido en el caos..." No hay duda, el inconsciente juega malas pasadas.
Ello permite dar mayor firmeza a los relatos que presentan el día
del golpe como una hazaña y un hito en la lucha contra el comunismo
internacional, el marxismo-leninismo. Algunos llegan a decir que gracias
a Pinochet cayó el Muro de Berlín.
En este mito del Chile libre no hay lugar para mirar la
pobreza, constatar el hambre disfrazada de sopa boba, comprobar la falta
de viviendas, verificar la precariedad en los servicios sociales y la desatención
a la tercera edad. Tampoco se pueden mencionar la pérdida de derechos
laborales, el deterioro de la educación pública o la desarticulación
del servicio nacional de salud reducido a una perorata que sólo
puede envilecer a sus defensores y hacedores. El secuestro del diario El
Clarín, y el no reconocimiento de su propiedad a Víctor
Pey, constata el miedo a la libertad de expresión de los gobiernos
post Pinochet. Se podrían aportar muchos datos y cifras, sólo
llamo a ver los índices de desigualdad entre los tramos de población
más rica y más pobre (consultar Cepal).
Si miramos en el ámbito político, los máximos
responsables de la tiranía, de Pinochet a sus cómplices civiles,
hoy sentados en los bancos del Senado, en la Cámara de Diputados
o como embajadores, siguen sin reconocer su pasado golpista y su complicidad
con la tiranía. La impunidad es un hecho. Los teóricos de
la transición hablan de tener paciencia. Todo llegará. Mientras
tanto, los derechos humanos se transforman en un problema estético,
despojados de su sentido humano son moneda de cambio para transar proyectos
de ley en función de la coyuntura. Mercaderes de la dignidad, una
gran parte de la elite política se ha perdido el respeto, por ello
les gusta gozar de lo efímero. Chile ha cambiado, pero no en dirección
democrática, porque gran parte de sus actuales dirigentes han renunciado
a vivir con dignidad. El pragmatismo se adueña de su peculiar rutina,
haciendo impensable un cambio democrático. Sólo se puede
aspirar a mejorar las calles y maquillar un cuerpo avejentado por los años
y la pérdida de valores éticos. La cobardía pasa factura.
Mejor no pensar en el drama de familias tocadas por la muerte, la tortura
y el horror de no saber en qué lugar se hallan los restos de hermanas,
madres, esposos o hijos. ¿Qué ha cambiado entonces?
Después de 30 años todo parecer seguir igual.
El hambre, la pobreza, la desigualdad y la explotación identifican
las estructuras sociales y de poder en Chile. Por este motivo, las luchas
por los derechos democráticos, plasmados en el programa de la Unidad
Popular, las 40 medidas básicas de la candidatura de Salvador Allende
mantienen la vigencia de la cual gozaron en 1970. El fin de la tiranía
no ha supuesto un desarrollo democrático. En Chile, transcurridos
30 años del golpe militar, la lucha por la democracia es parte de
ese proyecto de transformación socialista por el cual Salvador Allende
y tantos otros dieron su vida y su ejemplo militante. Nada invalida la
necesidad de seguir bregando por un mundo donde la justicia social, la
igualdad y la democracia sean una realidad, no mero procedimiento electoral.
Salvador Allende entregó el testigo, nosotros debemos tomar el relevo.
|