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México D.F. Miércoles 10 de septiembre de 2003
Arnoldo Kraus
Aquelarre
En el caso del aborto el centro de la discusión es la vida. La vida del embrión, del feto, de la persona o de lo que vive en el útero de la madre. Para muchos la vida del producto es el meollo de la cuestión y tema central, pues incluso, en múltiples ocasiones, la vida de la madre pasa a segundo plano, a pesar de que exista consenso médico -por enfermedad de la progenitora-, legal -por violación- o biológico -cuando la embarazada es menor de edad- para sugerir que el aborto es opción válida. Para muchos, sobre todo para quienes predican la religión desde los fanatismos más acendrados, la opinión de la madre puede carecer de importancia. Para esos fanáticos, y de acuerdo con sus principios, incluso las vidas de las personas que realizan abortos, aun cuando sean terapéuticos, pueden ser segadas.
Recuerdo, por ejemplo, el no tan lejano 30 de diciembre de 1994, cuando en Massachusetts un hombre entró a una clínica donde se practicaban abortos: abrió fuego, mató a dos empleados e hirió a cinco. Recuerdo también a Nicolás Ceausescu, ex presidente de Rumania, quien al prohibir el aborto elevó la mortalidad materna 10 veces más que en el resto de Europa. Recuerdo a Norma McCorvey, quien en su autobiografía narra cómo desde los 12 años fue agredida sexualmente, violada repetidamente por un familiar y golpeada por su esposo hasta dejarla inconsciente cuando le informó que estaba embarazada, por lo que su madre literalmente tuvo que robarse al bebé. Y recuerdo también los testimonios de muchas mujeres rumanas que idearon varillas para introducirlas por la vagina y así producirse abortos, a pesar de que se sabía que la muerte por hemorragia era una posibilidad. Una de ellas lo hizo en 16 ocasiones. Ninguna lo hizo por placer.
Leo en estos días una nota aterradora: Paul Hill, ex pastor presbiterano, se convirtió en el primer ejecutado en Estados Unidos por haber matado a un médico que realizaba abortos. En 1994, Hill asesinó a tiros al doctor John Britton y a su asistente James Barrett frente a una clínica de Florida. El día previo a su ejecución, el ex pastor aseguró que no tenía remordimientos: "Si volviera a estar en circunstancias similares, creo que volvería a hacer lo mismo". Mientras era ejecutado, afuera de la prisión de Starke, Florida, grupos cristianos ultraconservadores se manifestaban en contra de la pena capital.
El enredo es, por supuesto, mayúsculo e irresoluble. Se asesina por estar en desacuerdo con el aborto -es decir, se mata "por defender la vida"-, se ejecuta por haber asesinado, y se aplica una ley inexacta, cuya falibilidad ha sido demostrada y cuya finalidad última es castigar matando para evitar otros crímenes. Un círculo imposible, un intríngulis infranqueable. Agrego, no en defensa de quienes practican abortos, sino en defensa de la vida, que, si se leen las cifras a nivel mundial de mujeres que mueren por complicaciones de abortos clandestinos, es difícil considerar que el galeno que realiza el acto sea asesino.
El fanatismo del ex pastor es una forma de terrorismo religioso que se aleja de la razón y que es bandera de no pocos grupos que condenan el aborto e ideas similares como la eutanasia activa o la clonación terapéutica. A esa ceguera se opone otra ceguera: considerar que la pena de muerte siga siendo una vía válida para sanar a la sociedad. El problema es que ni el ex religioso asesino ni la justicia asesina están solos, pues las dos posiciones cuentan con adeptos suficientes para asegurar la continuidad de sus ideologías.
Ambas posturas son tan irreconciliables como absurdas, a pesar de que ambas bregan por principios similares. Ambas se preocupan por las vidas de los otros y ambas consideran que la única forma de salvaguardar ese principio es terminando con las vidas de otros. ƑQué hacer o qué decir ante argumentos tan dispares, ante acciones tan ilógicas? ƑCómo dialogar con personas que predican ideas tan extremas? La realidad es que poco o nada es lo que se puede hacer. Entonces, Ƒsirve de algo escribir? De poco, muy poco, aunque me atrevo a aventurar dos ideas. La primera es que debería, desde la primaria, impartirse la materia de ética cada año. La segunda, aunque lamentablemente (casi) imposible, es que debería buscarse algún tipo de consenso para impedir que las ideas totalitarias sigan no sólo ganando adeptos, sino mermando la fuerza de quienes aún consideramos que la autonomía, la tolerancia y la moral siguen siendo valores humanos importantes.
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