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México D.F. Viernes 5 de septiembre de 2003
Leonardo García Tsao
Toronto después de la crisis
Toronto. Recién repuesta de un par de calamidades
-los casos de neumonía atípica y el apagón generalizado
de hace tres semanas-, la ciudad de Toronto se dispone a servir de anfitriona
al festival norteamericano más importante del año, en su
edición 28.
Hace dos años, el funcionamiento del festival se
vio seriamente afectado por los ataques del mentado 11 de septiembre. Sin
embargo, su prestigio y bien cimentada estructura le permitió superar
la contrariedad, así como la ciudad ha logrado vencer la amenaza
de un brote epidémico del síndrome respiratorio agudo. El
ser una sociedad perfectamente organizada tiene sus ventajas. El hecho
de que no se encuentren vacantes en los hoteles periféricos a las
actividades del festival, evidencia qué tanto los extranjeros confían
en esa organización.
Como
es costumbre, se ofrece un muestreo muy representativo de lo proyectado
en certámenes como Berlín, Cannes, Locarno y Venecia, además
de adelantar un panorama selecto de los estrenos llamativos de fin de año.
Desde luego, la única sección competitiva es la dedicada
al producto local que, me temo, resulta la menos interesante porque el
cine canadiense nunca ha logrado salir de un medio tono, bienintencionado
pero anodino.
Para ejemplificarlo ahí estuvo la película
que anoche inauguró el festival, Les invasions barbares (Las
invasiones bárbaras), de Denys Arcand, cineasta de Québec
cuya obra no conoce el subtexto. Aunque elogiada y premiada en Cannes,
la cinta reitera la debilidad del director por abordar los grandes temas
de una manera tan patente, que uno se siente asistiendo a una mesa redonda
y no a una película. Pero para complacer a las gradas, sobre todo
jugando de local, fue ciertamente una elección ideal.
En su amplio programa, Toronto siempre le ha dado un espacio
privilegiado al cine iberoamericano. Este año hay 23 títulos,
repartidos en su mayoría entre Brasil (siete películas reunidas
bajo el ciclo Vida de Novo), España (siete también, sin contar
las coproducciones con Latinoamérica) y Argentina (cuatro). México
participa con dos: Nicotina, segundo largometraje de Hugo Rodríguez,
coproducida con España y Argentina; y el documental La pasión
de María Elena, de Mercedes Moncada, recién exhibido
en Sarajevo. La producción nacional del año reciente ha sido
tan pobre en todos los sentidos, que debemos congratularnos de estar presentes
aunque sea en números reducidos. De hecho, Nicotina tendrá
aquí su estreno mundial para luego competir en la sección
Nuevos Directores en San Sebastián. Es de esperar un buen recibimiento
para esta ingeniosa comedia negra, realizada con habilidad.
Los otros títulos iberoamericanos en minoría
son la coproducción hispano- cubana Aunque estés lejos,
de Juan Carlos Tabío; B-Happy, del chileno Gonzalo Justiniano,
coproducida por Chile, España y Venezuela, y Ojos que no ven,
del peruano Francisco J. Lombardi. Curiosamente, son los nombres de directores
más conocidos de esa selección. Entre los brasileños
presentes, el único veterano es Carlos Diegues con su reciente Deus
è brasileiro. Mientras que del cine español podría
mencionarse a Fernando Colomo, quien tiene una larga carrera si bien no
es exactamente un prestigio internacional; Al sur de Granada marca
su decimosexto largometraje. (Por cierto, habla muy mal de nuestra cartelera
que de esas 23 películas, la única estrenada de forma comercial
en México ha sido la argentina Kamchatka, de Marcelo Piñeyro.
O sea, que los cinéfilos canadienses tienen la oportunidad de ver
antes el cine que, en teoría, nos corresponde por razones culturales).
Las ventajas prácticas de Toronto no han pasado
inadvertidas para cierto sector del cine mexicano. Por ello, se han abonado
al festival varios distribuidores, productores, funcionarios, periodistas
y hasta uno que otro colado. Ojalá la experiencia fuese didáctica
para algunos de ellos, y no sólo un pretexto para ir de shopping.
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