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México D.F. Martes 19 de agosto de 2003

Pedro Miguel

La resistencia

El nacionalismo es una actitud perniciosa y estéril en casi todas las circunstancias. Propicia entre sus adeptos la creencia (falsa) de que su pedazo de planeta es lo más glorioso que hay en la galaxia, o bien fomenta posturas de corte masoquista y autoflagelante, semejante al amor en automático a las parentelas en primer grado: "pues será una porquería y tendrá todos los defectos del mundo, pero es mi país". En los estados débiles el nacionalismo casi nunca ha servido para preservar la integridad territorial del objeto amado, su mercado interno o sus tradiciones. Las tropas enemigas, los productos foráneos y las influencias extranjeras penetran, por lo regular, por donde nadie se lo espera, en forma sorpresiva y tramposa, y una vez ocurrida la tragedia los nacionalistas se quedan rumiando la paradoja de amar a una patria que ha dejado de serlo y que se ha convertido en colonia. En las grandes potencias el nacionalismo, disfrazado de "seguridad nacional", desempeña, por norma, la función, mucho más infame, de justificar toda suerte de tropelías, abusos y violencias contra países pequeños e indefensos o, en el mejor de los casos, la de fundamentar visiones mesiánicas ante el mundo presentadas, por lo general, en forma de "obligaciones" autoimpuestas: preservar la paz, contribuir al desarrollo, asegurar la vigencia de la legalidad, proteger los derechos humanos, educar y evangelizar al resto del mundo con los valores propios, desde la cristiandad hasta la democracia.

Pero, cuando la soldadesca extranjera rompe las tuberías de la calle al paso de sus blindados, se roba los objetos de los museos, prostituye a las muchachas y asesina a los jóvenes, despedaza las construcciones residenciales con bombas de demolición y concede o deniega a su criterio las autorizaciones de tránsito, el nacionalismo adquiere sentido o, mejor dicho, les da un sentido específico a las vidas de muchos. La obsesión justísima de echar al invasor contribuye a poner de lado las diferencias domésticas y a orientar la respiración de una sociedad en una dirección concreta: la destrucción del opresor.

En el Irak actual, dislocado y arrasado por la invasión angloestadunidense, la resistencia nacional ha cobrado legitimidad plena. El monto de la destrucción y del saqueo perpetrados por las tropas occidentales es de tal magnitud que muy pocos iraquíes repararán en el favor colateral que les hicieron los agresores al destruir el régimen -detestable, sí- de Saddam Hussein. Merced a la invasión y el sometimiento, Irak ha dejado de ser la pesadilla cotidiana de la dictadura para convertirse en un sueño de liberación e independencia que pasa -porque no hay de otra- por la destrucción física de esos organismos pecosos e ignorantes que se pasean por tierras iraquíes con chaleco blindado y que oscilan entre expresiones de cordialidad superficial y estados de pánico atolondrado y pueril en los que asesinan a familias enteras que iban pasando simplemente porque les parecieron sospechosas de intenciones terroristas.

Aunque el presidente Bush y sus colaboradores sean demasiado tontos para darse cuenta, el hecho es que su gobierno ha regalado a los ciudadanos de Irak la justificación universal de los pueblos ocupados para recurrir a la violencia. Esa razón suprema fundamentó los actos de George Washington, José María Morelos y De Gaulle. A esa razón suprema apelan, hoy, los irlandeses, los saharauis y los palestinos. Gracias a los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra, el nacionalismo -no el del discurso oficial, sino esa pasión fóbica y exasperada que recorre las tripas de la gente- está vivo, actuante y armado en el Irak de estos días. Y así como los nacionalistas casi nunca logran defender con éxito a sus países de las invasiones extranjeras, ningún imperio puede derrotarlos en forma definitiva.

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