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México D.F. Domingo 17 de agosto de 2003
Carlos Bonfil
Confesiones de una mente peligrosa
La comparación es inevitable. Confesiones de una mente peligrosa, el primer largometraje dirigido, con mano muy segura, por el actor George Clooney, guarda un fuerte parentesco temático con Autofocus, la cinta del guionista y realizador Paul Schrader. En esta última película, Bob Crane (Greg Kinnear), el carismático actor de series televisivas (Hogan's heroes), llega, vía la obsesión sexual, al fracaso profesional. En Confesiones..., otra figura de la televisión estadunidense de los años 70, el animador Chuck Barris (Sam Rockwell) , animador de programas de televisión (The dating game, The Gong show), obsesionado con el crimen (en su autobiografía pretende haber sido asesino a sueldo para la CIA en operaciones anticomunistas, y ser responsable así de 33 ejecuciones), aparece como un mitómano irredimible destinado también al colapso. Tan inverificables son los crímenes que Chuck comete en la época de su mayor éxito televisivo, como las proezas sexuales y las dimensiones genitales de las que se jacta el comediante Crane. El destino común de ambas trayectorias es un triste ritual de autodesprecio.
Confesiones... no es una cinta tan negra como Autofocus, pero hace su mejor esfuerzo por parecerlo. Exhibe en todos sus planos un alarde visual y narrativo no muy ajeno a las intemperancias de su propio protagonista, y esta voluntad de subvertir la representación, de exacerbar los comportamientos, y experimentar con cuanta innovación visual se antoje o se presente, se limita a ilustrar el comportamiento histérico de Chuck Barris, sin permitir un mayor distanciamiento crítico, esa lucidez expositiva que maneja Paul Schrader en su cinta. Lo notable en el esfuerzo de Clooney es su recreación de la estética pop en los reality shows que presenta (decorados, vestimentas, actitudes, todo en una crónica social que poco tiene que envidiar a Boogie nights, de Paul T. Anderson), y un toque satírico cercano a El rey de la comedia, de Scorsese. Pero la apreciación cabal de esta atmósfera y sus derivaciones es algo que bien puede escapar a un público poco familiarizado con la cultura popular estadunidense de los años 60 y 70. (ƑPuede un público joven tener una idea de lo que en México significó el show de concursos que al grito de "Sube, Pelayo, sube" era equivalente apenas distante de algunos programas de Chuck Barry?). El protagonista se asombra en algún momento del caudal de tonterías que la televisión puede hacerle tragar a un público amaestrado, pero su sorpresa mayor es su propia capacidad de confundir realidad y autoengaño en el desempeño de su trabajo. Esta confusión llega a niveles aún mayores cuando en su vida aparece la CIA con una propuesta mefistofélica, irresistible.
El estupendo guionista Charlie Kauffman (ƑQuieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquídeas) difumina, con habilidad característica, realidad y ficción, construye personajes casi irreales (un agente de la CIA, el propio Clooney; una misteriosa femme fatale, ligada también al crimen, Julia Roberts), y situaciones inverosímiles que sugieren una monumental tomadura de pelo. Si en los años 70 los programas de Barris son, como lo señala entonces la prensa local, un signo de "la decadencia de la civilización moderna", su evocación fílmica tres décadas más tarde sólo cobra sentido si se enfatiza, con la ironía correspondiente, hasta qué punto el mismo abuso mediático ha ganado hoy mayor impunidad y mejores ratings. La formidable actuación de Sam Rockwell en el papel de Chuck Barris da cuenta del proceso de degradación del personaje público, desde las primeras escenas en las que aparece irreconocible, atrincherado en una habitación sórdida, hasta sus momentos estelares, capturados en flash back, como niño consentido de un público de gustos volátiles, objeto sucesivo de adulación y escarnio, figura tragicómica cuya propia caída refrenda el colapso de toda ilusión civilizatoria. El retrato vale por sí solo toda la película. Pero hay mucho más detrás de la narrativa tumultuosa y desordenada de George Clooney; en primera instancia, un atisbo más a los delirios de grandeza de una nación satisfecha, y en la segunda de muchas otras instancias, la energía expresiva de un cine comercial, con protagónicos fuertes, que en el clima crepuscular posterior al 11 de septiembre, descubre al fin la necesidad de replantear, en el plano social y cultural, algunos cuestionamientos inaplazables.
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