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México D.F. Domingo 17 de agosto de 2003
Rolando Cordera Campos
Los partidos, partidos
La crisis de los partidos es general y obstruye la construcción
del orden democrático del que el país carece, a pesar de
las elecciones sin mancha que algunos desbocados festinan. Con partidos
dedicados a la autodestrucción, el tema de la descomposición
política nacional se vuelve obligatorio aunque todavía, por
fortuna, podamos hablar de tendencias, ominosas sin duda, pero en el porvenir.
Los partidos parecen empeñados en demostrarnos
que han sido sólo partidos de y para la transición y que,
concluida ésta, es poco lo que tienen que ofrecer para consolidarla
y dar entrada a un nuevo régimen. De igual modo como no parece preocuparles
la cuestión del gobierno y su capacidad ejecutiva, los tres grandes
prefieren ocuparse del reparto de comisiones o prebendas, mientras que
la chiquillería opta por el silencio, no vaya a ser que en la piñata
se queden sin nada.
El Partido Revolucionario Institucional (PRI) ganó
la elección del 6 de julio, pero con esa victoria no puede presumir
de haber dado el salto a una estabilidad y un dinamismo políticos
que sustenten la idea de que por fin se convirtió en partido moderno,
en vez de la coalición desenfrenada en que devino una vez que perdió
el eje de su verticalidad y fue incapaz de darse procesos aceptables y
creíbles para vivir una autonomía ganada gracias a su derrota
presidencial de 2000. Por lo pronto, el liderazgo y la iniciativa se difuminan
y la única esperanza que parece quedarle al priísmo realmente
existente son sus gobernadores, ahora lanzados de lleno a cubrir espacios
y a tratar de renovar la política federal por la vía de la
Conferencia Nacional de Gobernadores. Bien vista, la Convención
Hacendaria puede no ser la cena de negros con que se nos amenaza sibilinamente
desde Hacienda, sino un paso adelante para el cambio racional y civilizado
del régimen.
Lo malo es que desde los estados no puede recrearse el
conjunto, salvo a escala micro; de intentarlo, los gobernadores del PRI
pueden abrir la caja de Pandora de mil y un Príes a la carta regional,
platillos apetitosos para el historiador o el antropólogo pero letales
para el que busca una dieta balanceada. Los gobernadores se vuelven actores
estelares de la economía política nacional, pero su fuerza
depende de que se presenten y actúen como cuerpo, y de que sus estructuras
de arranque adquieran una densidad institucional y discursiva que hoy no
tienen.
Como quiera que ocurra, es claro que esa mayoría
priísta puede ser efímera, lo que debería obligarlos
a asumir la molesta tarea de volverse partido nacional. Sólo así
podrán aspirar a ser parte de un sistema político cuya capacidad
de reproducción ampliada está en entredicho. En el tiempo,
sin duda, como lo prueba el ejército de adelantados para 2006; en
espacio, si miramos Chiapas con cuidado. (Y no sólo Chiapas.)
Del Partido Acción Nacional (PAN) no hay que hablar
mucho porque ahora se encargan de ello sus personajes. Diego finta con
su renuncia, pero un Bravo Mena sin brújula, resortes ni intuición
política, lo mantiene al frente de un grupo senatorial desdibujado
y sin referencias, pero irritado y descontento con las maneras como al
viejo estilo sinarca o falangista se ejerce el poder desde José
María Rico. Lo de fondo se queda ahí, de donde nunca salió
a pesar de la gloriosa victoria de julio de 2000: ¿es el PAN un
partido gobernante y de gobierno? Y si no, ¿cuál es el partido
que vincula al Presidente y su gobierno con el resto de la sociedad política
y civil mexicana? No es la mercadotecnia ni sus brujerías; no son
los del poder fáctico que desde Monterrey claman por aunque sea
un poquito de poder presidencial que los rescate y apoye, como en los viejos
tiempos; no son Marta y sus adivinos y filántropos cada día
más rejegos. ¿Quién será? ¿Lo habremos
logrado y es desde el reino mediático que se nos gobierna e ilustra?
¿Y si nos sale un Mago de Oz?
Por último, pero no al último, está
el partido de la izquierda que piensa que su imagen de honestidad ganada
a pulso por sus dirigentes primordiales se mantendrá persiguiendo
a voz en cuello y a la luz del día a infractores y corruptos dentro
de sus propias filas directivas. Sin haber articulado un mensaje de futuro
que pudiese diferenciarlo de sus orígenes pero sobre todo del resto
del coro, el Partido de la Revolución Democrática pierde
perfil y se une al espectáculo triste y corrosivo de una clase política
incapaz de asumirse como tal, obsesionada por la interminable ronda electoral
que desgasta al más pintado de los operadores y ahora de cabeza
en una rebatiña infame por fondos que además, para su desgracia,
son públicos y tendrán que auditarse.
Encauzar el conflicto en sentido normativo o de política
estatal; agregar intereses y arriesgarse a construir una idea mínima
de interés general o de bien común; imaginar reformas de
estructura que no impliquen mayores sacrificios distribuidos conforme al
código histórico de la desigualdad mexicana; entender la
soberanía nacional como asignatura nunca concluida en el mundo global;
en fin, dar al país un contorno y un itinerario sensato para la
modernidad siempre deshilachada y al final pospuesta por los descalabros
y las fuerzas centrífugas que operan implacables en la sociedad
y las mentalidades: de todo esto y más se trata la política
que México requiere como el agua para hoy, pero que nadie le da
y más bien se lo quitan.
Entidades de interés público que de entrada
reclaman soberanía y autorregulación, como el resto de este
extraño anarquismo autodestructivo en el que nos metimos, los partidos
deben volverse prioridad del Estado y someterse a las reglas elementales
no de la elección que viene o del reparto de prerrogativas, sino
del método y de la razón histórica. Luego habrá
tiempo para pensar y decidir si esta cadena de autonomías al mejor
postor en que ha aterrizado nuestra democracia no debe ser desarmada antes
de que la fuerza de las cosas lo haga y del modo más cruel y agresivo.
Sin Estado ni gobierno el país se desgrana. Sin
partidos no hay Estado democrático; habrá libertad de elección
pero al final de cuentas nada importante para hacerlo. El vaciamiento de
la política democrática, obra de sus propias figuras. Los
tiempos duros que nunca se fueron. Por fortuna tenemos al güerco:
que nadie pase pena, propia o ajena, aunque tenga chamba.
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