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México D.F. Sábado 16 de agosto de 2003
ƑLA FIESTA EN PAZ?
Leonardo Páez
Políticos y toros
CON LA SENSIBILIDAD que los ha caracterizado en las décadas recientes, los políticos mexicanos acusan una manifiesta inclinación a no ver ni oír aquello que exija imaginación y oficio en su bizarro quehacer al servicio de los intereses más altos de la patria.
ASI, LO QUE no se pueda arreglar en los inspirados 15 minutos, empiezan a verlo borroso y a oírlo distorsionado, para al poco tiempo volvérseles imperceptible e inaudible, trátese de traficantes o de banqueros, de indios alzados o de un espectáculo en etapa terminal, gracias a los intocables promotores de éste.
LEJOS QUEDARON LOS tiempos en que virreyezuelos aburridos, insurgentes lúdicos, altezas no tan serenísimas, beneméritos modernizantes, dictadores longevos o presidentes más o menos aficionados se ocuparon de la fiesta de toros en el país, ya promoviéndola, protagonizándola, prohibiéndola, reglamentándola o incluso asistiendo a los cosos, pero de unos 20 años a la fecha han optado por no ver ni oír tan sanguinolento y premoderno espectáculo.
SALVO LOS REGLAMENTOS taurinos expedidos por Miguel de la Madrid el 11 de septiembre de 1987, a instancias del entonces jefe del Departamento del Distrito Federal, Ramón Aguirre, que apoyó la normativa con el propósito de echar de la Plaza México al empresario Alfonso Gaona, y por Ernesto Zedillo, el 16 de mayo de 1997, a instancias más que del jefe del Departamento del Distrito Federal, Oscar Espinosa, de la Comisión Taurina que presidía Guillermo H. Cantú, nuestros políticos dejan hacer y pasar, trátese del DF o de los estados, a cuanto autorregulado promotor ha querido valerse de la fiesta de los toros para sus inconfesables fines, excepto para dignificarla y engrandecerla con imaginación, profesionalismo, responsabilidad y rigor de resultados, como sucede con la práctica política en boga, ni más ni menos.
Y SI LOS políticos no se atreven, siquiera a título personal, a tocar al espectáculo taurino ni con el pétalo de un adjetivo -por ahí el senador perredista Jesús Ortega se animó a sugerir la federalización de un reglamento taurino según la categoría de las plazas, como se hace en España-, pues los inefables partidos menos. Con ese injustificado mutismo sobre tan peliagudo, para ellos, tema, los principales partidos políticos se han ganado, sin embargo, su equivalente torero.
EL SORPRENDIDO PAN es como Enrique Ponce, derechista, con una estética artificiosa, ventajista e incondicional de la empresa de la Plaza México. El contumaz PRI sólo puede ser como el vitalicio Eloy Cavazos, mangoneador, efectista, superficial en su propuesta y enemigo acérrimo del verdadero cambio. Y al claudicante PRD corresponde El Zotoluco, luchón, con ciertos logros que hicieron abrigar esperanzas, pero a la postre acomodaticio y negociador de los principios que lo sostenían.
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