.. |
México D.F. Sábado 16 de agosto de 2003
Ilán Semo
La Presidencia paralela
Si una de las ilusiones de la administración de
Vicente Fox que se desvanecen con mayor rapidez es la de que el Poder Ejecutivo
puede ser conducido como el símil de la gerencia de una empresa,
la que le sigue después de las elecciones del 6 de julio es que
la Presidencia pueda transformarse en la casa de campaña de una
futura candidatura presidencial. El término ilusión no es
-o no quiere ser- una metáfora: en el México de hoy, toda
pretensión política, cuyo cálculo de éxito
o fracaso sobrepase las 24 horas de un día es eso, una ilusión.
A partir de la creación de una metadirección que reúne
a la secretaría privada y las actividades de comunicación
de la Presidencia, las lecturas que se hacen en la opinión pública
sobre el origen de los cambios varían, pero casi todas, o todas,
coinciden justificadamente en una conclusión. Sólo tienen
sentido si sirven para apuntalar o pavimentar a quien hoy concentra la
vida cotidiana -y la no tan cotidiana- de Los Pinos: Marta Sahagún.
Este hecho, inubicuo de por sí, ha forzado los
relojes de la sociedad política, y ha empezado a causar los primeros
estragos en una administración que si nunca logra capitalizar la
energía y el entusiasmo de 2000, ahora puede ser víctima
de su desagregación.
Lo que varía esencialmente en 2000 es la modificación
irreversible de las reglas y códigos de la sucesión presidencial.
El ritual que dominó al país durante más de sesenta
años prescribía el paso sexenal de una administración
a la otra como un ejercicio predecible. Cada sucesión traía
sus propios traumas y dramas, frecuentemente de proporciones incalculables,
pero la legibilidad de las normas que la regía aseguraba la pervivencia
del sistema. Grosso modo, el Presidente elegía a su sucesor,
el partido lo legitimaba y el sistema imponía su elección.
Los cambios son consignables. Desde 2000, no hay un poder formal o informal
que pueda por sí solo destacar a un candidato, los partidos lucharán
en una contienda cuya forma y resultados son indeterminables, y no existe
ningún indicio de la emergencia de alguna realidad "sistémica"
que reste incertidumbre a los tres años que nos separan de 2006.
Lo único que resulta evidente es que la lucha ha comenzado.
En teoría, la tensión esencial que da sentido
a un régimen que aspira a consolidar su carácter plural es
la voluntad de las fuerzas centrales que lo conforman para alcanzar la
mayoría en la elección decisiva. Sólo esta ambición
puede transformar a su ejercicio en la oposición o en el gobierno
en un esfuerzo por disuadir a la ciudadanía de su capacidad de hacer
frente a los problemas. Hipotéticamente, quien rinde obtiene el
favor de los votos. Sin embargo, la lógica que ha adoptado la sucesión
de 2006 no parece tan sencilla. Su dilema central es la distancia que separa
día con día a la mayoría de los probables candidatos
de sus respectivos partidos. Una distancia que, en principio, amenaza con
sumirlos en una crisis de proporciones visibles.
La construcción de la candidatura de Marta Sahagún
pasa, si se le sigue desde 2002, por el empobrecimiento gradual del Partido
Acción Nacional (PAN). Que el PAN se vea alejado de los círculos
esenciales de la Presidencia desde 2000, y visiblemente marginado de ella
desde 2003, es un hecho que abona a este súbito ascenso. El fuego
(no precisamente amigo) que llega cotidianamente desde Los Pinos ha ido
desmantelando una a una las posibilidades del partido de intervenir en
la definición y, sobre todo, en los compromisos de los probables
candidatos. La presa más reciente ha sido El Jefe Diego.
Las buenas nuevas son que la duplicidad de las funciones del "abogado"
se pongan finalmente en entredicho entre sus propias filas. En rigor, la
fabricación de una candidatura presidencial desde la Presidencia
misma, inhabilita al PAN para reconstruir los tejidos políticos
que ha ido perdiendo gradualmente desde los primeros meses del cambio.
Su dilema es generalizable: cuando los partidos pierden legitimidad, lo
que sigue es la elefantiasis de los individuos. Y con ello la inhabilitación
de instituciones que son imprescindibles para cualquier régimen
que aspira a dar coherencia al proceso de hacer homologables los consensos
democráticos con la eficacia gubernamental.
En el Partido de la Revolución Democrática
la situación no es mejor. Las corrientes y sus líderes han
acabado por devorar al partido. La crisis que impone la caída de
Rosario Robles habla de un proceso de fragmentación que deja estrictamente
en las manos de las figuras fuertes el destino de cualquier probable recomposición.
Y si sucede, será una ajustada a las necesidades y las necedades
de cada uno de ellos.
Sólo el Partido Revolucionario Institucional parece
adecuarse a esta peculiar situación. Siempre ha sido un partido
donde su paradójica institucionalidad está ligada al sobrepeso
de ciertos individuos. Pero esos individuos son, hoy, quienes representan
barreras visibles para la evolución de un sistema que encuentre
en la logística democrática alguna razón de existir.
En él, la alianza entre la vieja tecnocracia salinista y las maquinarias
clientelares de poder no sólo parecen intactas, sino en vías
de franca actualización.
|