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México D.F. Lunes 4 de agosto de 2003
Carlos Montemayor
El último continente descubierto
En el siglo XV Europa descubrió América; en el siglo XX, la Antártida. Rodearon al primer descubrimiento los relatos maravillosos de Marco Polo, sueños de países fantásticos y árboles prodigiosos, la seda y las especias. Al de la Antártida, en cambio, una ilusoria visión de Magallanes, la apatía del derrotado capitán Cook y las travesías de los cazadores de ballenas. A diferencia de las minas, riquezas e indígenas de América, la Antártida sólo entregó un continente blanco, interminablemente recorrido por ventiscas y nieve; un reino glacial donde los montes y las costas congeladas constituyen la soledad primordial del mundo. Sus descubridores fueron dos: el noruego Roald Amundsen y el británico Robert Falcon Scott. Amundsen fue el primero en hollar el centro de ese último continente. El británico fue el segundo, pero el primero en permanecer ahí para siempre. Llegaron el verano antártico de 1911 a 1912.
Siglos atrás, al pasar por el estrecho que hoy lleva su nombre, Magallanes avistó una tierra cubierta por muchas fogatas de nativos; la llamó, por ello, Tierra de Fuego y la creyó perteneciente al continente austral. En 1569 el Mapamundi de Mercator mostró a Europa una enorme franja continental llamada Continens Australis, que abarcaba la imaginaria Tierra de Fuego, Australia y una enorme costa que ascendía hasta Nueva Guinea. En 1648, con el Mapamundi del holandés Blaeu, se destruyó la idea de ese gran Continente Austral y las tierras asutralianas quedaron desprendidas para siempre de la Antártida.
Los primeros en acercarse fueron barcos balleneros del siglo XIX. En 1820, el capitán Nathaniel Palmer avistó al sur de Cabo de Hornos una larga península que hoy lleva su nombre, pero que él ignoró que perteneciera a la Antártida. En 1828, Wilkies contempló una larguísima costa por el lado del Polo Magnético Austral y en el verano de 1841 a 1842 el británico James Clark Ross encontró su lado más accesible, entre lo que hoy se llama mar de Ross y mar de Wedell; aunque no desembarcó en el continente, descubrió la cadena montañosa que hoy se llama Tierra de Victoria y la plataforma de hielo glacial que se extiende en el mar centenares de kilómetros. El descubrimiento de esa tierra glacial ofreció una visión más poderosa que la que vio Magallanes: un volcán en plena erupción que durante varios días estuvo arrojando lava ardiente y cenizas. Años después, en 1897, el ballenero noruego Carstens Borchgrevink, penetrando por el mar de Ross, fue el primero en desembarcar; ascendió una montaña y contempló por vez primera las tierras congeladas. Ese mismo año se dispuso con un grupo de sus hombres a acampar en tierra para pasar el invierno. En la plataforma de hielo llamada de Ross, no en el continente, otra expedición belga se dispuso también a invernar; el primer oficial de la expedición era otro noruego: Roald Amundsen.
En el verano de 1908 a 1909 el británico Shackleton intentó atravesar el continente y llegar a su centro. Desembarcó en el estrecho de MacMurdo; una parte de la expedición continuó en busca del Polo Magnético Austral, por las costas que describiera Wilkies casi un siglo antes, y la otra parte, que él dirigía, se dispuso a escalar las cadenas montañosas para luego alcanzar por la altiplanicie central el sitio exacto del Polo Sur. Faltando escasos kilómetros para llegar ahí, la prudencia, el miedo, el agotamiento, el frío y el hambre, les hicieron regresar al punto de partida precipitadamente, con graves quemaduras de hielo y con el lastimoso esfuerzo de haber recorrido a pie dos mil setecientos kilómetros de montaña, nieve, hielo, ventiscas.
Roald Amundsen se adiestró largos años en los mares y tierras del círculo polar ártico y en 1909 se propuso la conquista del Polo Norte; cuando proyectaba el viaje, la prensa difundió la noticia de que R.E. Peary acababa de realizar tal hazaña. Amundsen pensó que no podría ser ya el primero en el Polo Norte, pero que aún podría serlo en el Polo Sur, aunque el británico Scott había sido nombrado jefe de una expedición con ese objetivo. Amundsen le envió una carta a Nueva Zelanda, donde Scott se encontraba, para comunicarle su proyecto, y partió de la bahía de Ballenas a mediados de octubre de 1911. Desembarcó sus provisiones y equipo con cuatro trineos, tirados cada uno por trece robustos perros de Groenlandia. Ascendió la cadena montañosa y fue dejando depósitos de alimentos a lo largo del trayecto. Al llegar a la cumbre sacrificó casi a todos los perros, salvo a los dieciocho más fuertes, y los enterró en la nieve para conservar su carne hasta el regreso. El grupo llegó al Polo Sur el 14 de diciembre de 1911. Levantaron una pequeña tienda de campaña; desplegaron encima la bandera de Noruega; bautizaron la meseta que rodea al Polo como Meseta del rey Haakon VII y Amundsen escribió otra carta para Scott, que depositó en el interior de la tienda.
El hombre había recorrido por vez primera el continente antártico, el continente cuyos inviernos alcanzan temperaturas de 88Ɔ centígrados bajo cero y los veranos temperaturas hasta de 10Ɔ bajo cero (en el Polo Norte las temperaturas más severas llegan a los 67Ɔ bajo cero y los veranos conocen las benignas temperaturas de 15Ɔ sobre cero). Más de trece mil kilómetros de hielo prolongan la plataforma continental y se hunden, perennes, en las costas, constituyendo el noventa por ciento del total de hielo que existe en el planeta. Muros de hielo de trescientos metros de espesor penetran en el mar en extensiones mayores que los territorios de España o de Inglaterra y se transforman en plataformas de hielo flotantes de seiscientos cuarenta kilómetros de largo que se destruyen, chocan y se despedazan entre sí impulsadas por vientos y mareas. Es el continente blanco, donde el viento más poderoso tiene su reino; un viento primordial que despliega remolinos en ventiscas de trescientos veinte kilómetros por hora, donde la visibilidad se reduce apenas a la distancia con que puede extender un hombre su propio brazo.
Por su parte, Robert Falcon Scott tenía treinta y tres años cuando llegó por vez primera a la Antártida a bordo del Discovery. El año era 1900; la expedición, una de las varias expediciones europeas con fines de investigación científica. Aunque participó ahí como experto en torpedos, su empeño en esa larga estadía lo convirtió en un diestro explorador. Permaneció tres inviernos y tres veranos en ese continente, frente al mar de Ross, en el estrecho de MacMurdo, resguardado por el cerco montañoso de la Tierra de Victoria, donde se estableció la base; la misma que diez años después utilizó en su viaje hacia el Polo Sur; la misma que ahora se conserva intacta, olvidada a un lado de una base naval norteamericana.
En 1911 se dispuso, pues, a conquistar el Polo Sur. Para la primera fase de la expedición utilizó caballos siberianos, temiendo que la imposibilidad de encontrar piezas de caza en un paisaje inerte dificultara la alimentación de perros y expedicionarios. Una vez traspuesta la plataforma de hielo de Ross, al pie del glaciar Beardmore, abandonaron los escasos caballos sobrevivientes y de ahí se dispusieron a tirar ellos mismos de los trineos; a partir del ascenso del glaciar, el trayecto de ida y de vuelta por la meseta hasta el Polo Sur sería de dos mil novecientos kilómetros. El ascenso fue agotador, especialmente por los trineos que pesaban más de ciento sesenta kilogramos. El 22 de diciembre de 1911, ya en la meseta, despidió a todos los exploradores para que retornaran al campamento, salvo a cuatro, que con él constituyeron el llamado "grupo polar". El más viejo era Scott, de cuarenta y tres años; el más joven, Bowers, de veintiocho.
El viaje, hasta ese momento, había sido penoso. Fuertes ventiscas, enfermedades de los caballos, un mal tiempo inesperado e inexplicable para Scott, lo acosaron desde el comienzo. Avanzaron muy lentamente; algunos días, sólo diez kilómetros; otros, ninguno (Amundsen, que gozó de buen tiempo, hacía recorridos diarios de treinta y siete kilómetros). El 16 de enero de 1912, al mediodía, Scott escribió en su diario que faltándoles poco más de treinta kilómetros para llegar al Polo Sur, los agudos ojos de Bowers vislumbraron a lo lejos un cúmulo de piedras. Conforme se acercaron, distinguieron un trineo, restos de un campamento, huellas de esquíes y de perros. A la fatiga se agregó el desánimo. El 18 de enero de 1912 Scott encontró la bandera noruega sobre una tienda y en el interior la carta de Amundsen. El británico la leyó ahí, en el corazón del Polo Sur: era una recomendación para que escribiera otra carta felicitando al rey Haakon VII de Noruega porque Amundsen había llegado primero.
Scott y sus compañeros emprendieron el regreso con escasas provisiones. A lo largo de la ruta habían dejado depósitos de víveres, pero el mal tiempo y el cansancio hacían laboriosa esa búsqueda; infructuosa algunas veces; desesperada siempre. Llegaron al glaciar. Lo ascendieron. Cuando iniciaban el descenso Evans se lastimó y la marcha se tornó más lenta aún. Estaban contra el tiempo: necesitaban trasponer el glaciar antes de que el invierno antártico se desencadenara y los abatiera ahí, lejos del campamento de MacMurdo. Aunque retrasaron la marcha, Evans enloqueció a mediados de febrero y el día 17 falleció. La temperatura había descendido con rapidez y el verano antártico desaparecía en medio de ventiscas. Oates comenzó a padecer fuertes quemaduras de hielo, que lo obligaban a avanzar penosamente. Después de tres semanas, el 17 de marzo, un mes exactamente después de la muerte de Evans, sin haber traspuesto el glaciar, soplaba afuera de la tienda una ventisca furiosa y Oates se levantó diciendo que saldría un poco: voluntariamente se perdió en la borrasca, en el remolino de nieve, para facilitar el retorno de sus compañeros. Sin embargo, todos padecían ya fuertes quemaduras; Scott escribió en su diario que el único remedio sería la amputación. El 21 de marzo llegaron a 18 kilómetros del siguiente depósito de víveres; los que aún poseían, sólo alcanzaban para dos días.
Pero entonces llegó el invierno antártico. El invierno se elevó sobre el glaciar, sobre la meseta, sobre la blancura del continente. Azotaron tormentas de nieve y hielo en las que era imposible orientarse o distinguir nada. Pocos días después Scott escribió las últimas líneas en su diario. Ocho meses más tarde una partida de rescate encontró la tienda y los tres cadáveres. Cada uno había permanecido en su bolsa de dormir; Scott tenía bajo su brazo el diario y algunas cartas; Bowers, la cámara fotográfica. Ese invierno la vida humana había llegado al Polo Sur; también ese invierno la muerte permanecía en la Antártida, bajo la blancura inmensa.
El sueño de las especias y las riquezas de China había terminado en la lujuriosa imaginación del Continente Americano. En América el europeo había ensanchado sus tierras, sus riquezas, su crueldad, su guerra, el abatimiento de los pueblos, el exterminio de pueblos. La Antártida fue el último continente descubierto: pero fue un territorio de hielo, de borrascas, un continente distinto, sin pueblos para sojuzgar, destruir o exterminar. Scott fue el último de los descubridores: sin bestias, sin máquinas, miró terminar el largo periplo de siglos de los descubrimientos europeos dentro de su tienda, en el invierno furioso que le cegaba los ojos y la vida, bajo el sueño quemante del hielo, bajo el dolor del frío que se aferraba álgidamente a la vida, como una música que el viento y la nieve sofocaban hasta someter a la calma, al silencio, a la blancura.
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