México D.F. Lunes 30 de junio de 2003
Hermann Bellinghausen
La teoría del plumaje
Cerraban la comitiva los grandes de Anáhuac:
el conde de Tenteperro y el marqués de Apaga y Vámonos, despabilador
mayor de Indias... Guillermo Prieto, Pesadilla de un republicano
En la bocacalle de una gran avenida salen al paso las
fanfarrias de un desfile. La primera avenida propiamente dicha de la ciudad
desconocida. Lo recibe un dejo a bulevar parisino, nada más que
con indios, arrieros y peladitos. "Con que el nuevo mundo", piensa por
vez enésima, exhausto de sorpresas. Un desfile militar. Ahora cuál
podría la novedad, para él que en la Europa imperial ha padecido
tantos. Farsas amaneradas como ésta, entre guirnaldas de bronce,
condecoraciones, cintas, plumeros egregios, cascos de repostería
y sables sin filo. Pífanos y carrozas para los generales, reblandecidos
por la decrepitud de sus victorias.
Una valla de curiosos agita pañuelos y pequeñas
banderas sin color. El hombre a quien tantos años faltan para convertirse
en mi abuelo se aproxima al tumulto. Echa mano a la cámara fotográfica
que no sabe usar. Cuando salió de Europa no se le ocurrió
que podría tomar fotos del viaje. Tras desembarcar en el trópico
amable y atravesar la Sierra Madre oriental embriagado de sensaciones,
dudó que aquello pudiera fotografiarse. No obstante, y por cumplir
su condición de viajero, adquirió una cámara en las
tiendas de Plateros. Se dispone a estrenarla.
-Allí va don Porfirio -se regocija un señor
moreno y de apellido Moreno, con sombrero de fieltro, traje café,
corbata de moño, chaleco a cuadros y bigote espeso.
-¿Ah sí? -disimula el abuelo su cara de
currículum sin mirar al hombre.
Ese señor Díaz que no identifica entre los
ornamentados ancianos de las carrozas pronto será su patrón.
No lejos de esta esquina, le aguardan algunos años en el cuarto
de servicio y las azoteas del castillo de Chapultepec. Una tarde, accidentalmente
escuchará a Porfirio Díaz girar por teléfono la orden
de actuar contra los huelguistas de Río Blanco: ''Dénles
su agüita''. Pero uf, eso sucederá apenas. No podemos adelantarle
vísperas al abuelo.
Maniobra el cajón fotográfico, que para
la época es de lo más portátil y moderno, y captura
un par de placas. Sin tripié, a pulso, en 1906 tiene mérito.
El señor de sombrero aplaude al presidente y su distinguida comitiva.
"Bien por él" piensa el abuelo. Dentro de pocos años, aún
lejanos, esa cámara retratará las batallas de la Decena Trágica
y el asalto a la Ciudadela. Entonces los plumeros, pasto de una Historia
sin piedad, habrán desaparecido. Pero él no puede adivinarlo.
El desfile rebosa una soberbia satisfecha y extensiva
a las damas y donceles de la comitiva. Terciopelos hasta el huesito, sombrillas
y abanicos. Pese a su esforzado emperifollamiento, los sombreros ondulantes
no consiguen que su plumaje brille tanto como el de los vistosos oficiales
y cadetes que las preceden. "Igual que hembras y machos de otras variedades
de pájaros", nota el abuelo, siempre un poco naturalista.
Una filarmónica emplumada cierra el cortejo a todo
estrépito con la Marcha de Zacatecas. El abuelo escucha por
primera vez la que devendrá tonada pegajosa e inevitable. Ni en
la guerra ni en la paz le gustarán las marchas y los himnos nacionales.
Recién llegado, ignora que el zacatecano autor es el tío
Codina (pues hasta Genaro Codina resultaría tío de su descendencia).
Detengámonos aquí. El siglo no comienza.
Ni siquiera se perciben los preparativos para el fasto Centenario, que
al despertar el siglo 1910 será un cantar de cisnes de cuello torcido
y hermoso plumaje. Los mocasines no lo aíslan de la vibración
en la tierra. Otra tierra. Las indolentes glándulas del abuelo guardan
la única oportunidad para una especie en extinción. Es un
árbol transplantado.
En el destino de la ciudad se han escrito ya fastos, farsas,
plumajes. Hubo un inexplicable emperador Hambsburgo, cuando Francisco José
eligió este rincón del mundo para deshacerse de su fantasioso
hermano Max. Antes hubo un par de reyezuelos provincianos (uno de ellos
con el cuerpo incompleto), y yendo más atrás, comendadores
y virreyes de no poca pluma desplazaron Moctezumas y otros pájaros.
En la fundación del sitio, un águila sobre un nopal desdeñó
las tunas, devoró una serpiente, y siendo animal se retrató
en el dinero.
Doña Carmelita, consorte del dictador e inminente
patrona del abuelo, sería olvidada por el futuro pese a lo elevado
de sus plumas. Al menos la emperatriz Carlota, pobrecita, quedó
prendida en el recuerdo popular. Hay de plumas a plumas, y "si a tu ventana
llega una paloma/trátala con cariño que es mi persona", el
populacho prefiere los destinos trágicos.
Stop, repito. Alto. En este momento no pasa nada,
excepto un desfile. Que llega a su fin, como todos los desfiles. El público
se dispersa en una verbena como siesta. Una mujer arrastra un cubo de alcatraces
y rosas de hirviente color. El abuelo logra entenderle que viene de Xochimilco.
Inquiere por las rosas. ¿Se dan acá? No se atreve a fotografiar
esa pintoresca vendedora de flores, olorosa a leña, tortilla y tierra
húmeda.
Pum. Pum. Empiezan los petardos. Blancas columnas de humo
envuelven las estatuas del Paseo de la Reforma y el olor a pólvora
se gasta en infiernitos. El joven y esbelto abuelo extrae del saco el 'Taschen
Atlas' de Justus Perthes y lo oprime en la mano como otros juran sobre
Biblias. Siempre supersticioso, no jura. Pronto el viento barrerá
los plumajes y mapas de un siglo disecado, cuando se imponga la verdad
inestable de la pólvora.
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