México D.F. Lunes 16 de junio de 2003
Hermann Bellinghausen
Olasolas, o las olas a solas
California, muy al norte. Las piedras resplandecen sus mejillas húmedas bajo el sol. Un batallón de arrecifes y rocas ásperas semeja la maqueta gigante de una ciudad sumergida que combate mareas hace millones de años. Millones. La cresta rubia de las olas revienta contra ellas el naufragio universal que las abandonó. Trampa para los barcos que desprevenidos en días de tormenta buscan el abrigo del litoral. Como si las rocas vengaran su propio naufragio sin fin, revientan quillas y ahogan marinos y pescadores. Algunas brazas al sur, el faro de Point Reyes guía la ceguera de los navegantes en la borrasca. Aquí no.
El contacto del mar con la tierra es una muchedumbre imposible de navegar. Nadie en su sano juicio nada en la playa Shell, revolvedora de abismos.
Contra las rocas como islas el Pacífico rompe sus crestas con un brillante rumor. Rocas que son palacios, catedrales, pirámides y minaretes corroídos sin paz y anegados por la furia del mar.
Un enardecido rebaño de olas, sin faro que las pastoree, una tras otra, tras otra, tras otra se persiguen (como el fantasma de Efraín Huerta) sin alcanzarse jamás.
La playa es alfombra de guijarros, piedrecillas semipreciosas, juveniles, radiantes, pulidas a bofetadas de agua. Ruedan y ruedan, se hunden y emergen, se tallan, trituran la pared de los cangrejos y las rebabas del nácar.
Sobre el naufragio de las rocas dedicadas a detener el mar (que desintegran y lo obligan a intentarlo otra vez) las gaviotas indolentes hacen la digestión.
Nuestro paso de recolectores de guijarros y moluscos secos baila despacio una magnitud de la alegría. Nos alivia el equilibrio tener enfrente ese naufragio tremendo y solamente mojarnos los pies en los holanes del oceáno, a salvo.
Tras las rocas, el horizonte más grande que existe en la Tierra arroja al Asia el hemisferio de ambos mundos. Soñamos fronteras. Las llevamos dentro y las rompemos, las cruzamos o bordeamos, mar y tierra, sol y sombra, ciegos de luces y contraste. La pura ilusión de franquear las lindes del abismo vale la pena de vivir.
Jaspeados, rayados de guinda y oro, aturquesados, negrísimos, cándidamente pálidos, ladrillo y siena, rojo sangre, blanco-vidrio, azul marino y la gama infinita del gris (que en sí es un mundo): guijarros. Palpitan en la mano como el animal verdadero de un tesoro sin precio. El aire y las aguas, sin sosiego en sí ni en las rocas rampantes, rompen, revuelven y luchan. Acarician la orilla y todo está vivo, con el sol en la mano y de la mano de un niño.
***
California, en su extremo más sur. Cansado el mar de ser el que es. ƑO no se cansa? Hay preguntas que sólo los niños tienen el derecho de formular. A las olas que se desdoblan y revientan no queda mucho cataclismo que agregar, como no sea el de otras líneas y quizás un poco más de su propio color, oscuro de día, de noche fosforesce, siempre resplandeciente.
Si las preguntas las trae el viento, las respuestas también. Los bañistas gastan su tiempo en despellejar la serpiente que les desenrrolla el miedo interior. Y ellos Ƒno se cansan de descansar?
Un hombre cualquiera se sienta en un promontorio de arena a contemplar la soledad silenciosa. Las mareas atardecen. Las olas se castigan, azotándose una y otra, y otra, y otra vez sin reposo; cuántos siglos así, y cuántos más. Lo único en el mundo que no cambia es su cambio. "Papá, Ƒno se cansa el mar?"
Es el más improbable de todos los cansancios, y aun así. La espuma se espesa en la arena, ensucia la blancura de sus melenas y se desvanece en la resaca asesina que resucita las medusas muertas, las infla de sal.
El tiempo es puro tedio, el cansancio o las olas a solas en la soledad de un sol sin edad.
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