La Jornada Semanal,   domingo 8 de junio del 2003        núm. 431
Laura Emilia Pacheco

Días de entrega

Este año José Emilio Pacheco se ha hecho acreedor a dos premios de gran importancia en la literatura iberoamericana: el Octavio Paz y el Ramón López Velarde. Pacheco, hombre de letras en el más estricto y brillante sentido del término, ha dedicado su vida a la poesía, la narrativa, el ensayo y el periodismo literario. En este número queremos felicitarlo y analizar algunos aspectos de su obra: Laura Emilia Pacheco nos habla de sus constantes “entregas” periodísticas; Juan Domingo Argüelles realiza una entrevista con la poesía de José Emilio y Marco Antonio Campos estudia su relación con la obra de nuestro padre soltero, López Velarde. El maestro Pacheco nos entregó una nota sobre el poema de Víctor Hugo a Gautier y su traducción. Felicitamos a José Emilio por estos reconocimientos y nos felicitamos por tenerlo en la casa de nuestra literatura.

Ilustración de Gabriela PodestáA principios de los años setenta mis días favoritos eran los jueves en que acompañaba a mi papá a entregar su artículo a Excélsior, pues él escribía en la página editorial. Yo cursaba el primero o segundo grado de primaria y aquellos jueves eran una pausa bienvenida dentro de la ardua rutina de la semana en la escuela. En la mía, bilingüe, de una clase media que sospecho estaba por encima de nuestras posibilidades, mi presencia dentro del grupo era un poco extraña e incomprensible, tanto para mis compañeros como para mis maestros, que veían mi entorno familiar con cierto recelo.

A la inocente pregunta común entre los niños "¿Y tú papá qué es?", casi todos respondían: "dentista, arquitecto, doctor". Otros cuantos (los Micha, los Smeke, los Féher, los Kalach, el niño Martínez Solares), daban respuestas que les otorgaban más jerarquía: "empresario, comerciante, director de cine". Las misses (todas mujeres, excepto el maestro de música y el de deportes) favorecían muy especialmente al hijo del cineasta: Raúl, un muchacho muy guapo que acababa de terminar el rodaje de una película, dirigida y producida por su padre, donde llevaba el papel estelar en Tarzán, el niño de la selva (o algo por el estilo), su primer protagónico en la pantalla grande mexicana.

Con el boletín saturado de fotos y afiches que promocionaban orgullosamente al que entonces era el único alumno actor de la escuela (con el tiempo más alumnos se dedicarían a la farándula), llegaba mi turno: "¿Y tú papá?", preguntaba la maestra. "Trabaja en la casa. Es escritor", respondía yo, con la inocencia del que ignora que está a punto de ser llevado al matadero. A la confusión que generaba mi respuesta seguía invariablemente la segunda parte del interrogatorio: "¿Pero por qué trabaja en tu casa?", insistía ella, ya con visibles muestras de estar irritada. "Es que escribe poemas: es poeta." Estallido de risas en el grupo. "¿Y tú mamá?, lo ojos de la obesa miss sumidos en círculos negros de furia contenida. "Es directora de una revista de modas", decía mi vocecita candorosa, a la cual seguían susurros y miradas de una reprobación inenarrable.

Como era hija única (todavía no nacía mi hermana) ese estigma no pasaba inadvertido a mis dos maestras que consideraban el dato sospechoso, algo con una probable connotación de inmoralidad y, sin duda, un ejemplo incómodo para el resto de los alumnos que provenían de familias mucho más convencionales.

Miss Lacambra y Miss Ottos eran dos mujeres muy voluminosas de tez pálida, pero de un grado de blancura muy distinto: una era cubana, cerúlea y con un maquillaje fiero como una venganza; la otra maestra era alemana (enseñaba inglés), y la ausencia total de pintura dejaba ver su piel de motas muy rosadas y amenazantes. En el salón, oloroso al aserrín del sacapuntas, los predilectos recibían el máximo galardón: sello de abeja en sus tareas. Para el resto –la mayoría– no había nada remotamente parecido a la misericordia, a los derechos del niño (una idea inexistente en ese entonces), y no digamos ya a la Convención de Ginebra. Con un placer malsano y casi obsceno, muy a menudo las dos mujeres estampaban en nuestros cuadernos y en nuestros "contratos" (así se llamaban las materias) el sello con la figura de un asno y la leyenda "soy burro" en cruel tinta roja.

En ese contexto las visitas a Excélsior eran para mí la otra cara del viacrucis escalar; la materialización de la que yo consideraba mi vida auténtica: una existencia real, pero secreta, que mis compañeros no entendían, no compartían, ni tenían el menor interés en conocer. Cuando llegaba a casa un poco antes de las siete de la noche (la segunda parte de la tortura escolar se llamaba "Tareas dirigidas", de dos a seis de la tarde), me recibía Lucha, nuestra sirvienta que, para desesperación absoluta de mi padre, jamás contestaba el teléfono porque "al fin que ni es para mí". Idéntica a José María Morelos y Pavón, Lucha –de unos cuarenta años–, tenía un amante de menos de la mitad de su edad, albañil, que vivía enloquecido de celos y se pasaba horas enteras bajo la ventana gritando: "¡Lucha! ¡Luchaaa!", como un auténtico Stanley Kowalski del andamiaje, ante la indiferencia total de su objeto de deseo y la angustia de todos nosotros.

Si la casa olía a puro, Arturo Ripstein estaba o había estado en casa trabajando en el guión de El castillo de la pureza. Pero el solo aroma a tabaco y el filo de luz debajo de la puerta del estudio eran signos inequívocos de que había que guardar el mayor de los silencios: mi papá estaba escribiendo un artículo. Para anunciarle mi llegada, de un empellón yo abría la puerta, que no se cierra, sino, más bien, se atranca, y que hasta hoy produce un estruendo hueco muy particular, como cuando se abre la escotilla de un submarino que ha estado sumergido cientos de metros bajo el mar.

Entre remolinos de humo que danzaban hipnóticos bajo la luz de la lámpara, buscando la libertad de la ventana siempre abierta, podía vislumbrar una silueta: inclinado sobre la pesada Remington color acero de teclas verde obscuro, con su inseparable visera y su cigarrillo ladeado entre los labios, el cenicero rebosante de colillas a medio apagar y la mirada absorta en el papel, apresado por el rodillo, mi papá emitía un gruñido que yo aprendí a traducir como un diálogo telepático: ¿cómo te fue en la escuela?; todavía no termino; ya se nos hizo tarde; ¿dónde está Neky?: no lo he visto, no se vaya a perder. Neky –regalo de Lucha– era un conejo de carne y hueso, de pelo blanco, nariz, cola y orejas cafés, que durante muchos años fue mi inseparable compañero y fiel mascota.

Cuando por fin el artículo estaba terminado, nos dirigíamos a toda prisa hacia la estación del metro Juanacatlán, casi recién estrenada, con su ideograma de mariposa, que entonces parecía tan novedoso. Nos bajábamos en Chapultepec y en las afueras de la gran reja verde de leones tomábamos lo que entonces se llamaba un "colectivo": un auto color coral en el que se apretujaban el chofer y dos pasajeros adelante, y cuatro personas atrás, que recorría el Paseo de la Reforma. Por una tarifa de ocho pesos entre los dos, pasábamos frente al Cine Roble, las oficinas de ibcon, el aparador siempre llamativo de dm Nacional, la glorieta de Colón y el Hotel Imperial que anunciaba el fin de nuestro viaje.

Sabía que Excélsior era un periódico –que desde luego yo no leía–, pero me era difícil descifrar el significado de ese lugar. En cambio, me quedaba claro que su fachada tenía algo de majestuoso y que, una vez dentro, era imperativo comportarse. El interior era fresco y olía a papel revolución. A la izquierda, un hombre uniformado muy amable manejaba el ascensor que nos llevaba hasta el segundo piso. Ahí, las secretarias me saludaban afables. Un muchacho encantador, de barba, lentes y camisa blanca, invariablemente estaba sentado a la máquina, pero siempre tenía un minuto para alzar la vista y decirme: "Buenas noches, Laurita". Era Miguel Ángel Granados Chapa.

Una vez ahí, mi papá desaparecía durante horas. Supongo que iba a corregir su artículo o a comentar los acontecimientos de la jornada para que su columna estuviera al día. Sentada en un gran sillón de piel verde, inmersa en el incesante tecleo de las máquinas, yo lo esperaba con un libro (El nacimiento de un volcán, de Time-Life, comprado en la legendaria Librería Zaplana de Avenida Revolución) y aguardaba a que dieran las nueve. A esa hora, con un maletín de plástico, cruzaba el umbral la señora de los dulces. No sé cómo, mi papá emergía de algún sitio, sostenía con ella el diálogo amable de todos los jueves y pagaba los doce pesos de las dos cajas de borrachitos de Puebla: unos de color naranja y otros multicolores. En la animada redacción, los rubicundos cuerpecitos envinados y espolvoreados de azúcar literalmente volaban, pero casi siempre quedaban unos cuantos para llevarle a mi mamá, que ya nos esperaba de vuelta en casa.

Ilustración de Gabriela PodestáTerminado ese episodio bajábamos un piso por la amplia escalera blanca hasta la oficina del Director, un hombre de pelo cano al que todos llamaban respetuosamente don Julio, y a quien recuerdo como una persona dinámica, siempre cortés y –de manera increíble– muy risueña. Después salíamos de nuevo a Reforma. Dos fachadas adelante, ingresábamos a un edificio de arquitectura y ambiente muy distintos: las sobrias oficinas de la revista Plural, donde mi papá iba a entregar otro artículo. A diferencia de la algarabía de la redacción del periódico, en Plural todo era mucho más serio: un mundo de hombres. De todas las veces que fui recuerdo a una única mujer: Málaki, secretaria y presencia importante en la revista. Alta, voluminosa, la brevedad de su cintura partía su cuerpo en dos y combinaba perfectamente con otras dos circunferencias: la de su cráneo de cabello restiradísimo y el círculo más pequeño de un chongo impecable, al estilo de Olga Tamayo, que la convertían en una sucesión de ochos. Sus ojos muy maquillados eran como dos látigos. Yo le tenía pavor, supongo que influida por mis traumas escolares.

En la oficina, Málaki respondía incólume a las órdenes de Octavio Paz, un hombre que para mí era objeto de una curiosidad sin límite. La intensidad de su mirada podía sentirse a kilómetros de distancia y su forma de ser llenaba el espacio con una carga eléctrica que, incluso una niña de mi edad, podía advertir: "Laura: ¿cómo está usted?": entonces y siempre me habló de usted. Ahí estaban también Kazuya Zakai –enigmático–; Gabriel Zaid y Vicente Rojo, dos personas entrañables a quienes asocio siempre con figuras geométricas, sin duda porque evocan para mí las portadas de aquella revista.

Esperar de nuevo. Supongo que muy pocos niños iban a esas oficinas, y menos a esas horas, lo que le confería a mi vida, ya de por sí rara, una doble rareza: rara en la escuela y rara en Plural. Como a estas alturas ya había recorrido varios millones de años en eras geológicas (páginas atrás el magma candente había dejado las entrañas de la Tierra para renovar la corteza de nuestro planeta), cerraba mi libro de volcanes y me entretenía mirando por la ventana el gigantesco anuncio luminoso, de color rojo con azul, de American Airlines, que había cobrado un significado especial: pronto viajaríamos a los Estados Unidos por esa línea aérea, porque mi papá estaba invitado a dar clases a una universidad norteamericana. Nos quedaríamos allá un año. Así, el tiempo transcurría entre mis ensoñaciones de cómo sería Estados Unidos y mis fantasías de que, al volver de aquel viaje, las cosas iban a ser distintas en la escuela. Lo fueron.

Cuando por fin emprendíamos el regreso a casa ya eran más de las diez. De Juanacatlán caminábamos entre hermosas calles arboladas y casas de los años treinta tan características de la colonia Condesa (no La Condesaah, como ahora se le llama en un tono insufrible), destruidas poco después para dar paso a la vía rápida Patriotismo-Circuito Interior, una de las obras urbanísticas más feas de la ciudad, aunque sea un título discutible por peleado.

Durante aquellas caminatas nocturnas jamás escuché las palabras "inseguridad", "asalto", "miedo", "secuestro". Con la satisfacción del deber cumplido, caminábamos rápido, como siempre, pero sin tanta prisa, mientras mi papá, que entonces tenía poco más de treinta años de edad, me contaba historias de la colonia, de los edificios, de la transformación de la ciudad, o me platicaba de su infancia en esas mismas calles.

Para mí eso marcaba el fin de mi aventura secreta: dejaba de ser Laurita para, al día siguiente, volver a la dura realidad de la escuela que me convertía en un áspero "Pacheco" o, más a menudo, en un seco y gangoso "veintitrés" (mi número de lista). En cambio para mi papá apenas empezaba otra jornada: no la de escribir innumerables artículos para cumplir con sus responsabilidades familiares, sino la responsabilidad para consigo mismo: escribir su obra.

En compañía de Neky, mi conejo real, y de Oliviante, mi conejo Steiff (un objeto maravilloso e incosteable para nosotros, obsequio de don Rubén Bonifaz Nuño), desde mi cuarto, frente al estudio, podía ver de nuevo el hilo de luz bajo la puerta. En medio del silencio absoluto de la noche –un silencio ahora inimaginable–, se escuchaba sobre el papel el firme garabateo de la pluma fuente Esterbrook (negra, con una pequeña palanca plateada a un costado para cargar la tinta), que sustituía el cristalino retumbar de la Remington, "para no molestar a los vecinos". Noche a noche, año tras año, lloviera, tronara o relampagueara, aquellos escritos nocturnos, esos "papelitos" como él a veces los llama, se fueron convirtiendo en volúmenes de poesía, narrativa, ensayo, traducción.

Aunque hace muchos años dejé la casa de mis padres, cada vez que me quedo a dormir en Navidad o en alguna otra fecha parecida, no puedo sino esbozar una sonrisa cuando, desde mi antiguo cuarto –ahora convertido en otra biblioteca–, aparece de noche el filito de luz bajo la puerta del estudio. Sería difícil enumerar la cantidad de veces que, en otros días de entrega (desde luego anteriores a la era del fax y de internet), mi mamá y yo fuimos a dejar artículos a todo tipo de publicaciones, por todos los rumbos de la ciudad y a todas horas; un ritual que repetimos incluso en otros países. De manera inevitable esto me hace reflexionar y veo que –en más de un sentido–, todos y cada uno de los días de la vida de mi padre han sido justamente eso: días de entrega.