Las marchas del orgullo gay son eminentemente políticas. El festejo --disfraces, carros alegóricos-- no se contrapone con las demandas que desde siempre se han enarbolado: aquí estamos, luchamos contra todo tipo de discriminación, queremos igualdad jurídica, etcétera. A unas semanas de que se celebre en México la XXV edición de la marcha lésbico gay, rescatamos para las y los lectores de Letra S esta entrevista con Didier Eribon, en la que reivindica el derecho a la diferencia en los estilos de vida. Filósofo, historiador del pensamiento y colaborador habitual de Le Nouvel Observateur, Didier Eribon es autor del imprescindible ensayo político filosófico Reflexiones sobre la cuestión gay, entre otras obras. |
Patricia Riel
¿Para qué sirve hoy una Marcha del Orgullo
Gay (Gay Pride)?
La expresión lo dice claramente: Gay Pride --yo
diría más bien Lesbian and Gay Pride-- es un momento en el
que los homosexuales afirman su "orgullo". Esto quiere decir simplemente
el derecho de ser lo que son sin tener que esconderse. Casi todos los que
asisten a esta marcha han tenido que disimular su sexualidad durante buena
parte de su vida y la han vivido con vergüenza. Pero un buen día
dicen: ¡basta! Es un momento de liberación personal. Es muy
difícil asumir esa actitud en lo individual, lo que permite hacerlo
es la visibilidad colectiva. De ahí la importancia de esta jornada
anual de marcha y afirmación que termina siendo una escenificación
simbólica de esa visibilidad.
Desde hace años se habla mucho de visibilidad
homosexual. ¿Cómo se volvieron visibles los homosexuales
tan rápidamente?
No sé si pueda decirse que se logró rápidamente.
Habría que revisar la historia de todo un siglo, pues hubo momentos
de gran visibilidad en los años veinte y treinta. Conocemos la célebre
serie de fotografías de Brassaï sobre el "París secreto"
de los años treinta, con sus bailes homosexuales. Berlín
tenía una vida gay y lesbiana muy intensa y conocida por todos desde
principios del siglo XX. Los periódicos la mencionaban. Había
incluso en Alemania, a finales del siglo XIX, un movimiento homosexual
muy importante que luchaba por la descriminalización de la homosexualidad.
Todo eso lo aniquilaron el nazismo y la guerra. Y si bien hubo tentativas después de la guerra por tratar de retomar el combate contra las leyes represivas, es sólo a partir de 1968, y sobre todo a inicios de los años setenta, que pueden reaparecer en la escena pública una voz y una presencia homosexual. Eso dura apenas diez años, hasta principios de los ochenta, cuando la tragedia del sida transforma totalmente la situación política y cultural. Pero los gays se movilizaron muy rápido y en el curso de esta movilización impulsaron toda una serie de reivindicaciones, como por ejemplo el reconocimiento jurídico de las parejas del mismo sexo. Todos estos combates (y también la violencia de las reacciones hostiles) contribuyeron a que surgiera nuevamente lo que llamamos la "visibilidad".
A menudo la Gay Pride da la impresión de ser
sólo una fiesta hedonista sin contenido político real.
No creo que podamos oponer "fiesta" y "política".
Por el contrario, creo que la movilización lésbico-gay ha
hecho añicos la definición tradicional de la política,
como antes lo había hecho el movimiento feminista. Cuando miles
de personas festejan para afirmar simplemente su derecho a ser lo que son,
esto es algo eminentemente político. El primer mensaje de la Lesbian
and Gay Pride es muy sencillo: existimos. Y a este mensaje se añaden
otros: luchamos contra las discriminaciones de las que somos objeto, queremos
la igualdad jurídica, etcétera. Esto es algo muy político.
Mucho más político, en todo caso, que las querellas internas
de los partidos de las que todos los días nos hablan la televisión
y los periódicos.
¿Diría usted que los gays y las lesbianas
disfrutan de mayor cobertura en los medios que otras minorías?
No creo que haya un trato más favorable. ¡Para
nada! Es simplemente que la movilización de esta minoría
ha sido la más importante. Quisiera sin embargo hacer dos observaciones:
la primera es que siempre se le puede reprochar a una movilización
el no resolver todos los problemas de la sociedad, y siempre se puede decir
que existen problemas más importantes (algo que se le objetaba ya
a las feministas en los años cincuenta y sesenta). Pero esto no
impide que la movilización sea legítima e incluso necesaria.
Por otra parte, insisto en recordar que los gays y las lesbianas que se
movilizaron contra el sida lucharon por todos los enfermos, sin excepción,
y particularmente por aquellos pertenecientes a minorías relegadas:
inmigrados en situación de precariedad, toxicómanos, prostitutas...
¿Quién más lo ha hecho?
Una
Gay Pride cada año, con despliegue de carros alegóricos y
travestis, ¿no corre el riesgo de ser, a la larga, contraproducente
para los homosexuales?
¡Se trata de un desfile muy festivo que sucede
una vez al año, y la gente que participa en él tiene el derecho
a divertirse y disfrazarse! Lo que me sorprende es que los homosexuales
tengan siempre que justificarse por la imagen que ofrecen. ¿Alguien
diría acaso que el carnaval de Río o los espectáculos
del Lido dan una mala imagen de la heterosexualidad?
Pero podemos remontarnos más atrás en la
revisión histórica: observen la manera en que los homosexuales
han sido representados durante décadas en el cine, en las caricaturas
de los diarios y todavía hoy en la televisión... Constatarán
que casi siempre son imágenes de personajes ridículos, patéticos,
afeminados. Y nadie se sorprende de ello, nadie se indigna. Pero cuando
los homosexuales marchan por la calle, se les reprocha dar una mala imagen
de sí mismos, incluso cuando esa "mala imagen" corresponde a la
que siempre se ha dado de ellos y que ellos se apropian por deseo de burla.
Quienes así reprochan son sin duda los mismos que se deleitan con
La jaula de las locas cada seis meses por televisión, y que
luego se indignan por ver travestis en las calles de París.
Creo que la conclusión que podemos extraer es
muy sencilla: la única "buena imagen" que se espera de gays y lesbianas
es la del homosexual que se esconde, se calla y agradece cuando es injuriado
y ridiculizado. Pero esa época ya terminó. Hoy los homosexuales
ya no se esconden, no se callan ni dan las gracias a quienes los insultan.
Dan de sí mismos las imágenes que les viene en gana dar.
Y dado que estas imágenes son múltiples, plurales, cambiantes,
son muchas las que no agradarán a todo mundo, y muchas también
las que disgustarán a otros homosexuales, ya que cada uno de ellos
tiende muy a menudo a pensar que la única forma correcta de vivir
la homosexualidad es la suya. Sin embargo, la pluralidad existe. Es inevitable.
Hay que aceptarla. Nadie tiene el derecho de decir a los gays y a las lesbianas
lo que deben ser, cómo deben vestirse, etcétera. Nadie tiene
el derecho de decretar lo que debería ser o no la "buena imagen"
de la homosexualidad.
Algunos homosexuales sueñan hoy con fundirse
en el paisaje del común de los mortales, volverse buenos padres
y buenos sacerdotes. En una palabra, con volver a ser de nuevo invisibles...
Sí, es cierto. Pero esto no es nuevo. Siempre
ha habido, desde por lo menos hace un siglo (aunque los historiadores señalan
que esta tensión entre gays obvios y gays discretos ya existía
en el siglo XVIII), esta contradicción entre la idea de que los
homosexuales deben pedir a la sociedad que los reconozca, y la idea de
que son más bien "marginales" y "subversivos". Al movimiento gay
lo han constituido estas dos tendencias a la vez. Me parece que hoy la
paradoja es la siguiente: aquellos que más desean integrarse a la
sociedad, resultan ser los mayores desestabilizadores del orden establecido.
No es posible ya ignorar que precisamente las reivindicaciones que conducirían
a los homosexuales a ser buenos padres, buenos curas o buenos soldados,
son las que provocan esos accesos de fiebre homófoba que habríamos
pensado imposibles a finales del siglo XX. Basta observar las reacciones
histéricas que desata la reivindicación del derecho al matrimonio,
o incluso la simple reivindicación de un reconocimiento jurídico
de las parejas del mismo sexo, ya sea en Estados Unidos o en Francia, mientras
que los gays y las lesbianas que se desean subversivos han terminado por
ya no incomodar a mucha gente, o en todo caso por incomodar un poco menos.
Casi todo mundo les concede ahora ese derecho, o en todo
caso está dispuesto a concedérselos a condición de
que permanezcan acordonados en su "subversión" y en barrios reservados,
y no exijan poder casarse y adoptar niños. La marginalidad es, ahora,
lo que se le concede a los homosexuales, y la conceden aquellos mismos
que hasta hace poco denunciaban el "comunitarismo" gay, pero que hoy prefieren
pese a todo ese viejo "comunitarismo" a la voluntad que manifiestan las
asociaciones lésbico-gays para obtener una igualdad de derechos,
y sobre todo el derecho a la familia. Lo más asombroso es cuando
leemos textos que denuncian el "comunitarismo" de los homosexuales (la
existencia de un movimiento o de una visibilidad colectiva), y al mismo
tiempo se indignan de su voluntad de querer ser como todo mundo (la aspiración
al matrimonio, etcétera). En el fondo, los defensores del orden
establecido sólo piden una cosa en todas sus denuncias contradictorias
de lo que hacen y dicen los homosexuales, y es que estos últimos
se callen y dejen de perturbar a la sociedad con su visibilidad y sus reivindicaciones;
en una palabra, con esa presencia suya que ya no permite que se le ignore.
Es por ello que me niego a escoger entre los homosexuales
que exigen el derecho al matrimonio y aquellos que piden el derecho a la
diferencia y a la "marginalidad". Los gays y las lesbianas deben exigir
a la vez la igualdad jurídica y social, y el derecho a vivir como
lo desean. Hay que luchar al mismo tiempo por la indiferencia del derecho
en relación con lo que son los individuos, y por el derecho a la
diferencia en los estilos de vida. En efecto, si el derecho no debe hacer
diferencias entre los individuos, no es porque todos los individuos sean
idénticos, sino por el contrario, porque son diferentes y hay que
proteger estas diferencias.
Entrevista realizada para el diario Le Temps de Geneve,
4 de julio, 1998. Tomada del libro Papiers d'identité, Interventions
sur la question gay, de Didier Eribon. (Fayard, París, 2000).
Traducción: Carlos Bonfil.