Editorial
La amenaza se cumplió puntualmente. Hace algunas semanas la jerarquía católica, apoyada por organizaciones de ultraderecha, había advertido que llamaría a no votar por partidos que promovieran el aborto, la eutanasia, el uso del condón y las uniones de parejas del mismo sexo, entre otros temas. El obispo de Querétaro, Mario de Gasperín, detonó el debate al dar a conocer su decálogo de cómo debe votar un católico, y a él se sumaron múltiples declaraciones de otros obispos que condenan las agendas de algunos partidos. Y no sólo eso. Ante la andanada de críticas y exhortos de otros actores a no intervenir en el proceso electoral, la Iglesia se envalentona y pide ahora reformar el artículo 130 constitucional, al que considera discriminatorio por negar a los ministros de culto el derecho a opinar sobre política, al tiempo que anuncia que no dejará de promover el "voto razonado".
Cuando estos asuntos se abordan en la intimidad de un acto litúrgico, no hay nada que objetar. Son los feligreses quienes deciden con qué parte del sermón se quedan, pero si estos mismos asuntos son cuestionados por los clérigos en un ambiente de contienda electoral, nos encontramos ante una clara intromisión en la vida política. Es indiscutible la influencia de la Iglesia entre sus fieles, por lo que no son nada ingenuos sus pronunciamientos respecto a los temas señalados. Decir por qué partido no votar equivale a decir por cuál sí votar.
El laicismo es una conquista del pueblo mexicano y uno de los valores más preciados de la democracia. Si se permite a la Iglesia continuar con su proselitismo, pronto las candidaturas y, peor aún, nuestros representantes populares serán electos en los confesionarios. Las misas sustituirán las campañas y la bendición al sufragio. Al inmiscuirse de manera tan abierta en los procesos electorales, la Iglesia católica refrenda su propósito de no reconocer el Estado de derecho, que establece nítidamente la separación de la fe y la política.