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México D.F. Lunes 26 de mayo de 2003

Hermann Bellinghausen

A propósito del plumero

El plumero de Anastasia saltaba de uno a otro de los cuadros de la sala. La mayoría, reproducciones baratas pero antiguas. Bajo los vidrios asomaban paisajes renanos y xochimilcas, tipos anónimos, plazas, búcaros, jardines, ninfas púdicas en columpio y atónitas de encontrarse a media sala. El pequeño rostro moreno de Anastasia se reflejaba en cada uno. Su plumero rápido, sacudidor y peligroso, dejaba los cuadros ladeados, cosa que nunca le pareció importante.

Anastasia alcanzó una fotografía coloreada. Cuántas medallas llevaba al pecho ese viejito. Los plumeros se confeccionaban entonces con largas plumas de guajolote; no como ahora, plumilla de pollo pintada en tonos sicodélicos.

-ƑY éste qué hizo? -preguntó al aire.

-Es don Porfirio -me oí decirle, sin saber el significado.

En esa época pasaba desocupado la mayor parte del día. A excepción de unas cuántas horas perdidas a media mañana en el kínder al arbitrio de las "mises", el resto no tenía qué hacer, así que me fijaba en todo lo que podía, y memorizaba sus nombres.

De Anastasia, por cierto, aprendí cosas importantes que he olvidado: matar culebras, arrancarles luz a las gallinas ciegas de las macetas, comer huesos de pollo y pedir una tortilla caliente en otomí. "Cosas de salvajes" según la patronal. La foto del dictador, en cambio, nada le decía a la analfabeta mujer.

El hecho de tener a Porfirio Díaz en plena sala revelaba nostalgias, canalizadas en el culto doméstico a Joaquín Pardavé de don Susanito, qué tiempos aquellos señor don Simón. Los domingos el tocadiscos podía sonar "Varita de nardo", si mi padre amanecía de humor.

No obstante, aquel trasnochado porfirismo en una familia de tantas lo explicaba, mejor que Pardavé, un gran óleo que colgaba encima del sillón: el retrato original del tatarabuelo Manuel, a que nadie llamaba así, sino "el general", con respetuosa gravedad. El plumero de Anastasia paseó por la cabellera entrecana, los ojos de piedra, el bigote, el fistol en el pecho augusto del general vestido de civil, antes de llegar a viejo (Ƒcirca 1880?), con porte de prócer, pues prócer era a la sazón. Veterano de la guerra contra los franceses, ministro en dos o tres carteras a lo largo del porfiriato y miembro de los Científicos más por antigüedad que por científico, vio en vida varias veces su nombre esculpido en oro.

Al coronar su avanzada edad, lo sorprendería la derrota militar. Escarnio, destierro, olvido. Fue, de hecho, el general que "perdió'' la Revolución Mexicana. Técnicamente hablando, al menos, como ministro de Guerra de las fuerzas derrotadas por la revolución maderista. En el Ipiranga le dieron camarote de primera. Lagrimitas en el puerto. Pronto sucumbió a la vejez en París, la capital del imperio que de joven contribuyó a vencer en las batallas del 5 de mayo y el 2 de abril. Qué tiempos aquellos, verdad de Dios.

Medio siglo después de su ocaso, el gran retrato alimentaba nuestra por lo demás clasemediera pretensión de aristocracia venida a menos. El lienzo, académico, inexpresivo, decimonónicamente aburrido, empezó a ladearse al impulso del plumero como torre en terremoto.

-Anastasia... -alcancé a gritar.

Se volvió hacia mí, arrastrando la vara del plumero en las frondosas guirnaldas del marco de madera. Un segundo después, era demasiado tarde. El general cayó. De canto. Se oyó crac y quedamos helados, Anastasia, yo y Margarita, la sobrina de Arcángela, quien soltó ruidosamente la taza de plata que limpiaba con franela y Salvo. Me llevé una manita a la boca.

-ƑQué fue eso? -se oyó la voz distante de mi padre desde las alturas, y enseguida la respuesta de Arcángela que llegó como de rayo:

-Nada señor. Se nos cayó la escoba.

Tan absurda explicación bastó para tranquilizar la voz de arriba.

-ƑQué hiciste, mensa? -regañó en automático Arcángela a Anastasia, haciendo extensiva con los ojos la amonestación para los presentes, o sea Margarita y un servidor, bien chavitos.

La cuarteadura hirió el bloque de guirnaldas doradas en la esquina inferior derecha del general. Entre las dos sirvientas alzaron el óleo para devolverlo a la alcayata en la pared. Anastasia, fiel a su costumbre, se echó a reir. No había nada que desesperara más a Arcángela.

-Tenemos que arreglarlo, recontramensa- iba diciendo Arcángela con severidad. Y sí, esa misma tarde arreglaron el desaguisado con ayuda de Trino el albañil. Pasarían meses antes de que la patronal descubriera el parche de yeso pintado con oro de Revell Lodela y emprendiera averiguaciones. Para entonces, los testigos consideraríamos que el delito había prescrito, así que no nos daríamos por aludidos. Y la nueva cuarteadura del general permaneció en el misterio.

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