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México D.F. Miércoles 21 de mayo de 2003
Leonardo García Tsao
El desastre de las decepciones, las pretensiones y la
ofuscación
Cannes, 20 de mayo. El séptimo día
del festival de Cannes ha sido dedicado al desastre, y no precisamente
como género. En el tropezón más grande de su carrera
hasta la fecha, el austriaco Michael Haneke ha hecho en Le temps du
loup (El tiempo del lobo) uno de esos anticuados dramas catastrofistas,
en los cuales los personajes sobreviven en circunstancias extremas a un
desastre indeterminado. Así, tras el asesinato de su marido, una
señora (Isabelle Huppert) y sus dos hijos se unen a un grupo conflictivo
de supervivientes a la espera de un tren, mientras todos discuten por diferentes
causas, ya que escasea el agua, la comida, el combustible. Como la mitad
de las acciones transcurre en penumbra, es difícil saber qué
está pasando. (La banda sonora nos permite adivinar que no mucho.)
Haneke cae incluso en el convencionalismo de mostrar escenas de compasión.
El único espectáculo es ver cómo se ha ablandado el
cineasta más implacable del mundo.
Con
su anterior tendencia a la provocación, el cine de Haneke podía
llamarse todo menos aburrido. Sin embargo, en este festival el tedio ha
sido la nota dominante y Le temps du loup hace añorar la
fuerza dramática y los matizados personajes de La aventura del
Poseidón, digamos, o cualquier otra película hollywoodense
de desastre. Al final de la proyección la cinta fue recibida con
el abucheo más enfático del festival hasta el momento. Menos
mal que está fuera de competencia, debido a la participación
como actor del también director Patrice Chereau, el presidente del
jurado, y Haneke tendrá una excusa para no llevarse ningún
reconocimiento.
Otra producción francesa en competencia (y ya perdimos
la cuenta de cuántos petardos nos ha asestado el país anfitrión)
fue Tiresia (o Tiresias), de Bertrand Bonello, de indigestas
pretensiones míticas anunciadas desde el título. Ya no está
uno de humor para aguantar una película que comienza enfocando lava
en ebullición, al ritmo de Beethoven, y procede a efectuar una puesta
al día de un mito griego con un transexual brasileño, secuestrado
por un esteta que admira las mutaciones en las flores y luego le saca los
ojos, revelando su capacidad profética. Es el tipo de cine de búsqueda
en el que uno se congratula de haber encontrado la salida.
Mientras la concursante japonesa Akarui Mirai (Futuro
brillante), de Kiyoshi Kurosawa -no hay parentesco alguno con el gran
Akira-, tiene el dudoso mérito de ser totalmente incomprensible.
Como ya es costumbre en el cine asiático, trata de jóvenes
desencantados (de pelos tiesos) y sin perspectivas, que hacen cosas raras.
En este caso, uno cría una medusa, asesina a su jefe, se suicida
en la cárcel y le encarga a su mejor amigo que acostumbre al animalito
marino a vivir en agua dulce; la medusa se escapa, se reproduce e invade
los ríos de Tokio. Fin de la historia. Al salir de la función
los críticos nos mirábamos con mutua perplejidad. Los colegas
nipones eran los más asediados para ver si tenían alguna
explicación; pero se salían por la tangente, lo cual hacía
sospechar que tampoco la entendieron. Estéticamente, la película
es coherente con el desgano de sus personajes, ya que el video transferido
a cine ha resultado en un color deslavado, con escenas de grano reventado
dignas de un video pirata de Tepito.
Si en su segunda mitad la calidad de la competencia va
a seguir en este tenor, el festival tendría que organizar grupos
de apoyo sicológico, para críticos al borde de una crisis
profesional.
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