Restreno del montaje de Kupfer a la obra de Wagner

Tannhauser probó que la ópera es un arte total

Interpretación de ocho solistas de privilegio

PABLO ESPINOSA ENVIADO

Berlin, 20 de mayo. Wagner bajo los tilos. Bajo la batuta del joven director Sebastian Weigle, ocho solistas de privilegio y la Orquesta Staatskapelle Berlin, se restrenó el montaje de Harry Kupfer a la ópera Tannhauser, de Richard Wagner, en una puesta en escena al mejor estilo Bayreuth: pulcra, transparente, de dimensiones colosales y con un nivel interpretativo que hizo lucir en todo su esplendor el arte supremo de Wagner. Se trata de un montaje operístico cumbre, una puesta en vida del universo wagneriano sin parangón en el planeta.

Cuatro horas y media lucieron en sus máximos niveles los elementos del sueño de Wagner: voces brutales en su potencia, nitidez y expresividad dramática, escenografía monumental en un sistema geométrico de rampas hidráulicas que movían el escenario en oleaje alucinante, como grandes bloques de superficie glacial que se desmoronan y flotan en mares nórdicos, transportando encima a las masas corales mientras abajo, en las profundidades del foso, una orquesta gigantesca hace sonar la célebre melodía infinita, el legendario sistema wagneriano del leitmotiv, las fantásticas masas orquestales del más grande entre los autores de ópera de toda la historia.

El montaje es una producción especial de la Sttaosper Unter den Linden (Bajo los tilos) y se estrenó el 28 de marzo de 1999. Cuatro años después vuelve a deslumbrar a un público hiperespecializado que aclamó al octeto de solistas en orden de aplausómetro inversamente proporcional, pues si bien en el primer acto la potencia de las voces fue pareja, al término de cuatro horas y media de representación el triunfador fue Carsten Wittmoser, quien hizo un hito del personaje de Landgraf von Thuringen.

La obertura de Tannhauser arrancó aplausos enardecidos. La orquesta Staatskapelle tiene un nivel de calidad abrumador y el público berlinés la aprecia de manera singular. Ese ambiente de apoteosis perduró durante los tres actos, todos los 270 minutos de representación.

Apoteosis de la danza

La puesta en escena también es deslumbrante. Las primeras escenas muestran la apoteosis de la danza, la exacerbación de las artes pictóricas, la pureza musical, la belleza arquitectónica de la escenografía, toda la suma de virtudes que completan el sueño wagneriano, para quien la ópera es el arte total. Un sistema de rampas que suben y bajan muestra en planos distintos y en niveles de alucinación el mismísimo Venusberg, uno de los mitos mayores de la mitología nórdica que inspiró en todo momento a Wagner. La coreografía supera los niveles imaginables, pues está fundamentada en un sistema estatuario que hipnotiza al espectador: hombre y mujeres desnudos con su piel entera pintada de blanco permanecen inmóviles, confundidos entre estatuas verdaderas. En cuanto empiezan los cantantes a emitir sonidos el todo se vuelve un bosque sutil de encantamientos. La ópera, ese arte de la sensualidad que inventó Wagner.

La soprano Evely Herlitzius inició la sucesión de arias con una potencia superlativa. El teatro entero se cimbraba con el volumen, amplitud, la impresionante dimensión de su línea de canto. Si algún asistente hubiera entrado con la copa de vino que saboreaba en el foyer minutos antes de comenzar la función, seguramente habría visto cómo estallaba el cristal en sus manos merced a la potencia de la voz de la soprano, esa Venus wagneriana.

Aun tratándose de solistas especializados, las óperas de Wagner no son ningún día de campo. Ni siquiera el tenor Hendrik Vonk, que tenía encomendado el papel principal, el de Tannhauser, llegó al final con la potencia vocal con la que inició. Público demasiado severo el alemán, lanzó abucheos a este Tannhauser esforzado a quien en cualquier otro teatro de ópera del mundo se le hubieran lanzado a besarle los pies por menos de lo que hizo en esta representación wagnerianísima. Y no fue poco lo que hizo. Se trató, y fue el caso de los solistas, de una hazaña premiada con aplausos a raudales.

Presenciar una puesta en escena de una ópera de Wagner en el mundo es todo un suceso. En Alemania misma no ocurre con frecuencia. La representación bajo los tilos de este Tannhauser fue entonces un hito. Conseguir boletos implicó hora y media de fila. El público berlinés tiene, además, una oferta cultural que no se da en ningún otro punto del planeta. En el mismo instante, por ejemplo, en el que sucedió esta representación wagneriana, en otros dos teatros discurrían otras dos puestas en escena operísticas: en la Komische Oper, Don Giovanni, de Mozart, mientras que en la Deutsch Oper se representaba La flauta mágica, también del genio de Salzburgo.

Muchas cosas más agraciadas suceden en Berlín. Por ejemplo, que suene el teléfono muy temprano y una voz amable diga: ''buenos días, soy Arvo Part, le llamo para disculparme porque el domingo estreno una obra muy importante y no va a ser posible realizar la entrevista que usted me solicitó, pero si le gusta mi música ahí encontrará todo lo que yo pueda decirle".

Arvo Part, compositor estoniano que es algo así como el Mozart de nuestros días, es uno de los ciudadanos del mundo que habitan Berlín, urbe maravillosa.