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México D.F. Lunes 19 de mayo de 2003

José Cueli

El toreo, precursor de los espectáculos de masas

En estos momentos de crisis para la fiesta brava, cuando el naufragio de ésta parece adquirir alcurnia de irreparable cataciclismo, sería saludable la revisión de anales en que constan las zozobras y vicisitudes de otras épocas. Uno de esos documentos es el espléndido libro publicado por la editorial Turner, de Adrián Shubert, historiador canadiense, con el sugestivo título de A las cinco de la tarde y que me envió amablemente don Roberto del Río, aficionado chipen, y autor del libro El toreo ha muerto.

El hispanista por vocación Adrián Shubert, desmonta el mito según el cual la afición a los toros es vestigio de los tiempos medievales y demuestra que "el toreo moderno es en realidad producto de la industria del ocio de las masas que tantos millones mueve en la actualidad. La relación entre negocio y espectáculo, indiscutida hoy en día, supuso cuando apareció en el siglo XVIII -con Francisco Romero, el padre del toreo- una auténtica novedad en las sociedades europeas". Espectáculos que se fueron desplazando a los deportes, conciertos, etc.

Queda claro que para los "cabales", los soñadores de ese toreo de parar, templar y mandar, relegado al cuarto de los trabajos, la fiesta se halla en una etapa en que se practica el toreo bonito a toros de caramelo, dejando en el recuerdo la emoción que surgía cuando aparecía el toro encastado con barbas y bigotes, galopa y galopa por el redondel, buscando pelea.

Así en plena feria de San Isidro, las corridas no alevantan. Toreros y toreritos van y vienen en medio del aburrimiento de un público que busca aplaudir, ser visto y ver toreo ballet pese a quedar el exigente y famoso Tendido Siete, que grita chifla y se desespera, al fin de cuentas, al igual que en Sevilla; la rutina. Toros de impresionante catadura, rodando por el suelo, inválidos, descastados, y toreros que no pueden con Madrid, que aún es algo más que corridas como parte de las ferias de los pueblos.

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