.. | México D.F. Domingo 18 de mayo de 2003
Pilar del Río*
El yo, el otro
No es una pregunta retórica ni gratuita: ¿Seríamos
capaces de tolerar la existencia de un ser humano semejante en todo y para
todo a nosotros mismos? De esta interrogante nace el último título
de José Saramago El hombre duplicado, que acaba de aparecer
en España publicado por Editorial Alfaguara y que, siendo una novela
y no un tratado de filosofía, parte de una interpelación
a la que quizá los niños sepan responder a bocajarro, pero
ante la que los mayores, al menos los mayores que suelen practicar el sano
deporte de la reflexión, tendrán que detenerse si quieren
responder con honestidad. Que es, por cierto, el concepto que planea a
lo largo y ancho de las 407 páginas que constituyen el libro.
Un
hombre corriente que se llama Tertuliano Máximo Afonso es el protagonista
absoluto de esta novela. Tiene 38 años, es profesor de historia,
está divorciado, tiene una novia, pocos amigos y una depresión
causada, tal vez, por el aburrimiento de la rutina o, tal vez, por la incapacidad
de ir más allá de las teorías, tanto las que son producto
de su inteligencia como las que acumula a través del estudio y la
observación. Así, va dejándose vivir arrastrando el
tiempo hasta que un día descubre, en un video que un amigo le recomienda,
la presencia de un actor secundario que es su fiel imagen, su copia o él
la copia del otro; en cualquier caso dos hombres semejantes que hasta ahora
se han ignorado pero que van a acabar encontrándose porque así
lo quiere Saramago y de eso trata la novela. Entonces, Tertuliano Máximo
Afonso, con una urgencia que trastoca su orden vital, busca al otro a través
de un complicado sistema que Saramago describe con precisión, mientras
va gobernando, o tratando de gobernar, su cotidianidad, es decir, su trabajo
en el instituto, su relación con María Paz, con los colegas
o con la madre, pero el caos, ''que es un orden por descifrar", se ha instalado
en él y, como en las tragedias griegas, lo va conduciendo, de obstáculo
en obstáculo, hacia un final que él no controla y que además
tiene la virtud de poner de manifiesto las obsesiones más humanas,
los desatinos más frecuentes, la débil e inconsistente materia
de la que estamos hechos los llamados seres inteligentes, definición
que a nosotros mismos nos otorgamos y de la que solemos abusar.
Los lectores menos avisados del escritor portugués
quizá esperen de esta novela una especie de moraleja más
o menos explícita, al estilo de la que creyeron encontrar en La
caverna o en Ensayo sobre la ceguera. No será así:
el escritor en esta ocasión no toma partido, no establece bandos,
no da alternativas, simplemente cuenta una historia y, por obra y gracia
de su capacidad narrativa, consigue dejar en el ánimo del lector
preguntas inquietantes, como la ya expuesta de la soportabilidad de un
duplicado nuestro, o la no menos terrible que podríamos plantearnos
en el probable caso de percibir que no siendo los hombres duplicados unos
de otros en lo físico, sí parecen copias innumerablemente
repetidas en sus comportamientos, como si existiera en la vida real un
mecanismo similar a la voluntad del autor que estableciera situaciones
y perfilara personajes obligados a responder según una lógica
previamente establecida. Sabemos que este determinismo en la vida real
no es admisible, pero la observación nos devuelve imágenes
de una realidad obstinada en la reiteración y en la copia.
En esta novela Saramago no despliega el mapa del genoma
humano, que sería tarea de científicos, no expone un discurso
moral como si fuera un filósofo o un sumo sacerdote, lo que sí
hace, porque le compete como pensador que domina la técnica de la
escritura, es desdoblar ante nuestros ojos un mapa de los sentimientos
y de los ocultos temores de los hombres y, sin alardes ni triunfalismo,
lo ofrece a la consideración general, por si de eso sacamos algún
provecho. Y digo ''mapa de los sentimientos de los hombres", porque si
a los personajes femeninos de Saramago, también en este libro, les
corresponde alumbrar los grandes descubrimiento, en El hombre duplicado
las mujeres son sujetos pacientes, observadoras e incluso sufridoras de
un sistema que les es ajeno, en el que sólo entran cuando el varón
dispone y de la forma que a él se le antoja. Desde este punto de
vista, El hombre duplicado es una novela feminista, no porque ensalce
valores femeninos, ni porque tenga protagonistas tan poderosas como la
Blimunda de Memorial del Convento, o la Magdalena del Evangelio
según Jesucristo o la mujer del médico de Ensayo sobre
la ceguera, sino porque la percepción de lo que se ha dado en
llamar ''lo masculino" genera tanta angustia, tanto desasosiego, que el
lector acabará reclamando, como se reclaman las evidencias, otro
comportamiento (en la ficción y en la vida), otro orden que tenga
que ver con lo que el propio autor ha ido estableciendo a lo largo de su
obra como ''lo femenino" o lo ''no masculino".
El hombre duplicado es un mapa, decía. Pero también
es literatura. No diré que es, sobre todo, literatura, porque tampoco
voy a decir que es, sobre todo, mapa. O diré que siendo la mejor
literatura es también un mapa humano que se adentra por un territorio
que podría ser el de Kafka, Pessoa y Borges, de los tres patrones
o pilares del último tiempo pasado. Como ellos, Saramago, en esta
novela, una vez más, asume el desesperado reto de intentar saber
quién es, y quiénes son los otros, mil espejos en movimiento.
Tertuliano Máximo Afonso bien podría ser un Josep K de este
nuestro mediocre tiempo de sabores confusos y películas de serie
B, y la ironía y el socarrón humor que cruza las páginas
de El hombre duplicado tal vez en Borges tenga antecedentes, así
como la melancólica ansiedad de Tertuliano sea reflejo de la lúcida
y múltiple mirada de Pessoa. O no, pongamos que este libro es, simplemente,
un nuevo Saramago, una historia narrada, como suele ser habitual en él,
desde su concepción del mundo (un planeta perdido en la grandiosidad
del cosmos) y de lo humano, es decir, seres que no miden ni dos metros,
que van a morir y que sin embargo se esfuerzan por perpetrar las mayores
villanías y los más hermosos gestos.
Y todo contado con la piedad y la belleza que anima la
escritura de Saramago, sin concesiones formales a la superflua ornamentación,
con un estilo tan depurado que apetece decir que ni sobra ni falta palabra,
sin tregua para el descanso en la intriga de la acción, que la tiene,
sin concesiones al sentimentalismo ni a la molicie. En resumen, un libro
para leer y releer, una obra que golpea y alerta, que rezuma sinceridad,
oficio y relajada sabiduría: si los espejos se limitan a reflejar
la realidad, el arte, digamos la pintura y la música contemporánea,
con su capacidad transgresora, de distorsión, hacen la misma realidad
mucho más evidente. Como esta novela, como esta hermosa y terrible
novela.
* Traductora al castellano y compañera del Nobel
José Saramago
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