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México D.F. Domingo 11 de mayo de 2003
Marcos Roitman Rosenmann
La España del Partido Popular
Tras la muerte biológica del tirano Francisco Franco
se impuso el criterio de omitir referencias al origen espurio de su régimen.
Ello era necesario para evitar cualquier vacío de poder. Franco
había designado a su sucesor, el entonces príncipe Juan Carlos,
en una sesión solemne de las Cortes Generales, desheredando a su
padre, legítimo aspirante a la sucesión dinástica.
No había discusión posible: después del caudillo,
la restauración monárquica era la salida. Con ello se evitaba
el debate acerca de la forma de Estado subsiguiente al régimen franquista.
Decidido el futuro de España, el alzamiento contra
la segunda república se transformó en guerra civil, oscureciendo
el hecho de haber sido consecuencia de un llamado militar a subvertir el
orden constitucional.
Ocultada
la causa no existían demasiadas ataduras para reconocer ciertos
excesos cometidos durante la guerra civil. Con ello se diluían responsabilidades
y se pasaba a compartir culpas. Todos recibieron la parte alícuota
de atrocidades. Unos quemaron iglesias, otros asesinaron poetas. Sin embargo,
rojos y nacionales debían reconciliarse en señal de duelo
compartido y en beneficio de una España moderna, occidental, europea
y atlantista. Por consiguiente, la idea de una España donde las
heridas debían cicatrizar sin pedir cuentas al pasado formó
parte del discurso de la transición. El compromiso de una parte
de la izquierda histórica española aún clandestina
o semitolerada fue no desenterrar los muertos republicanos fusilados, fuesen
comunistas, socialistas, anarquistas o simplemente republicanos. Esta actitud
se homologó con un sentido patriótico de reconciliación
y de responsabilidad política. Un acuerdo tácito de punto
final. Los muertos por el franquismo no existirían. Con un mensaje
centrado en el miedo y aduciendo una posible involución, el golpe
de Estado se utilizó como recurso para constreñir las demandas
de libertad y de democracia. Sin embargo, una sociedad educada durante
40 años en el anticomunismo, la intolerancia y el conservadurismo
religioso es presa fácil de la manipulación ideológica.
Los argumentos primitivos de ser los comunistas los causantes del caos,
la destrucción de la familia y la disolución de España
calan profundamente en una sociedad despolitizada y ciertamente conservadora.
La paz de Franco y el nada despreciable proceso de industrialización
cambian la estructura social modificando la visión de una España
rural y atrasada. Los recursos del turismo y la inmigración son
dos aspectos destacados del fenómeno. La sensación de vivir
un proceso de cambio social y de prosperidad venían a ser un colchón
frente a las demandas de democracia y libertad. Pocos eran los disconformes.
Más bien muchos entendían que los cambios se estaban produciendo
sin necesidad de alterar el ritmo señalado por Franco. Las frases
del tirano "a los españoles no se les puede dejar solos" y "todo
está atado y bien atado" fueron el símbolo de la transición
y de los años 70.
Por otro lado, una oposición asida a la agenda
del régimen pasó a condenar el uso de emblemas republicanos
y cualquier referencia al pasado y la recuperación de la memoria
histórica. Sin duda fue el peaje que la oposición pagó
para obtener su carta de ciudadanía; fueron acuerdos de fondo alcanzados
casi dos años antes que los "míticos" pactos de la Moncloa;
fue cortina de humo para ocultar los verdaderos pactos políticos
de la transición habidos entre representantes del franquismo, la
elite modernizadora de los años 60 y una oposición sumisa
que acató el camino marcado por la derecha franquista y modernizadora,
cuyos postulados poco diferían entre sí. Con este paraguas,
la derecha se sintió segura, no renunció a uno solo de sus
postulados y siguió mandando sin grandes sobresaltos. Nadie en la
oposición debía mencionar el origen de sus militantes y dirigentes.
Ellos formaban una generación espontánea sin conexión
alguna con el franquismo. Por esta razón, podían recurrir
cuando y como quisiesen al discurso anticomunista de la guerra fría
y seguir llamando rojo a todo aquel que defendiese una España
diferente. No hubo contraparte. La transición se edifica sobre el
armazón franquista; es una reforma pactada. Los cambios no afectan
la estructura real de poder. Las redes familiares son lo suficientemente
fuertes para evitar cualquier tipo de ruptura democrática. Hoy,
por ejemplo, más de 40 por ciento de los dirigentes del Partido
Popular (PP) proceden directamente de la nomenklatura del franquismo
en segunda y tercera generación: hijos o nietos de gobernadores,
procuradores, ministros o altos cargos. Si además se unen los apellidos
que configuran la derecha tradicional española del siglo XIX y principios
del XX, el PP poco o nada representa a una derecha centrista y nueva. Claro
está que no nos referimos a los votantes o a los muchos alcaldes
de pequeños pueblos o poblaciones cuya afinidad al PP viene dada
simplemente por considerarlo liberal o centrista.
La separación entre una derecha franquista y otra
emergente en los años 60, desprendida de las consignas y estandartes
del falangismo y el movimiento nacional, es el mito sobre el cual se construye
el PP. Nada más falso. Si bien la derecha española quiere
hacer ver que nada tiene en común con el franquismo político,
sus orígenes y sus comportamientos atestiguan lo contrario. En las
actuales circunstancias, bajo la presión de una ciudadanía
que en su casi totalidad, más de 90 por ciento según la encuesta
del Centro de Investigaciones Sociológicas, dice no a la guerra,
su primitivismo ideológico les traiciona. Sin argumentos recurren
al anticomunismo y al ejercicio despótico del poder. Asimismo, Aznar,
Mayor Oreja y el secretario general del PP hacen una piña y señalan
que España está en peligro. Dicen que socialistas y comunistas
quieren dividir a la patria y acabar con la españolidad. Afirman
que son separatistas y violentos; siembran el caos y fomentan el odio de
clases. Se sienten acosados y no miden sus declaraciones. Emerge el verdadero
rostro de la derecha española y su claro rechazo a las normas democráticas.
Ellos no pueden ser tocados ni criticados. Tampoco se les puede, públicamente
y en ejercicio de la libertad de expresión, acusar de cómplices
de asesinatos, genocidio o crímenes de lesa humanidad. Nadie tiene
derecho a contravenir sus decisiones. Quienes lo hacen forman parte de
la conspiración comunista internacional. Lamentablemente, su arrogancia
y despotismo son también resultado de una transición política
en la que parte de la izquierda, tal vez la más numerosa, renunció
en aras de unos escaños en el Parlamento a denunciar abiertamente
el carácter antidemocrático de la derecha española.
Quizá ahora sea el momento de desfacer el entuerto.
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