Recorrerlos es como visitar los círculos
del infierno
Los hospitales muestran el lado oscuro de la victoria
Entre camas ocupadas por hombres y mujeres que gimen,
la pregunta surge: ¿todo esto fue por el 11 de septiembre?
ROBERT FISK ENVIADO ESPECIAL DE THE INDEPENDENT
BAGDAD, 9 DE ABRIL. Era una escena como de la guerra
de Crimea, un hospital de heridos que aúllan y de sangre que corre
libremente en el suelo. Pisé sobre ella, se me pegó en los
zapatos, al igual que en la ropa de todos los médicos de la sala
de emergencias; mancha los corredores y la ropa de cama.
Los civiles y soldados iraquíes traídos
al Hospital de los Mártires Adnan Khairallah en las últimas
horas del régimen de Saddam -algunos sujetando todavía miembros
casi cercenados- son el lado oscuro de la derrota y la victoria, prueba
final, como los muertos que son enterrados en cuestión de horas,
de que la guerra es el fracaso total del espíritu humano.
Mientras
vagaba entre las camas y entre hombres y mujeres que gemían -la
visita de Dante a los círculos del infierno debió incluir
estas visiones-, las mismas preguntas volvían una y otra vez: ¿todo
esto fue por el 11 de septiembre? ¿Por los derechos humanos? ¿Por
las armas de destrucción masiva?
En un corredor atestado encontré a un hombre de
mediana edad en una camilla teñida de rojo. Tenía en la cabeza
una herida casi indescriptible. De un pañuelo que le colgaba de
la cuenca del ojo derecho goteaba sangre al suelo. Una niña pequeña
estaba tendida en una cama sucia con una pierna rota y la otra tan perforada
por las esquirlas producidas durante un ataque aéreo estadunidense,
que la única forma de evitar que se moviera fue amarrarle el pie
con una cuerda a la que unos bloques de concreto le servían de contrapeso.
Se llama Rawa Sabri.
Y mientras yo caminaba por ese lugar de horror, el fuego
de proyectiles estadunidenses comenzó a cubrir el río Tigris,
lo que trajo a los heridos el recuerdo de la muerte que habían sufrido
horas antes. El puente que acababa de cruzar para llegar al hospital fue
blanco de los disparos, y nubes de humo de pólvora flotaron hacia
el centro médico. Tremendas explosiones sacudían pabellones
y pasillos, y los médicos alejaron de las ventanas a los niños
que estallaron en llanto.
Florencia Nightingale jamás llegó a esta
parte del imperio otomano. Su equivalente es el doctor Khaldoun al-Baeri,
director y jefe de cirugía del hospital, hombre de voz amable que
ha dormido una hora al día durante los seis días pasados
y que trata de salvar la vida de más de un centenar de almas en
cada jornada con un generador y la mitad de los quirófanos descompuestos
-no se puede llevar a los pacientes en brazos hasta el piso 16 cuando están
tosiendo sangre.
El doctor Al-Baeri habla como sonámbulo, tratando
de describir lo difícil que es evitar que un hombre o mujer heridos
se sofoquen cuando han sido lesionados en el tórax, de explicar
que después de cuatro operaciones para extraer metal del cerebro
de los pacientes está casi demasiado exhausto para pensar, ya no
digamos en inglés.
Cuando me separo de él me dice que no sabe dónde
está su familia. "Nuestra casa recibió un impacto y mis vecinos
me mandaron avisar que los habían enviado a alguna parte. No sé
adónde. Tengo dos niñas pequeñas, son gemelas; les
dije que deben tener valor porque su papá tiene que trabajar noche
y día en el hospital, y que no deben llorar porque tengo que trabajar
por la humanidad. Y ahora no tengo idea de dónde están".
Luego el habla se le cortó por un sollozo, rompió a llorar
y ya no pude decirle adiós.
En el segundo piso había un hombre con una herida
espantosa en el cuello. Al parecer los médicos no pudieron contenerle
la hemorragia y la vida se le escapaba a chorros que empapaban el piso.
Algún objeto maligno y puntiagudo le había cortado el estómago
y 15 centímetros de vendajes no podian detener el líquido
que manaba a borbotones. Su hermano, sentado a su lado, levantó
la mano hacia mí y preguntó: "¿Por qué? ¿Por
qué?"
Un pequeño yacía en una cobija con un gotero
en la nariz. Tenía que esperar cuatro días para ser operado.
Sus ojos tenían un aspecto de muerte. No tuve corazón para
preguntarle a su madre si era niño o niña.
Hubo un ataque aéreo como a 800 metros de ahí
y los corredores retumbaron con un estruendo fuerte, grave y prolongado,
seguido de un coro creciente de gemidos y llantos de los niños que
estaban fuera de los pabellones.
Debajo de ellos, en la peor de todas las salas de urgencias,
habían llevado a tres hombres con quemaduras en la cara, los brazos,
el pecho y las piernas; estaban desnudos y la sangre y los tejidos parecían
ser su piel. Los médicos les embadurnaron crema blanca, y estaban
sentados en sus camas con los brazos despellejados sostenidos en alto,
todos implorando a algún salvador inexistente que los librara del
dolor.
"¡No, no, no!", gritaba otro al que los médicos
trataban de quitarle los pantalones. Se retorcía, chillaba y resoplaba
como un caballo. Me pareció que era un soldado. Se veía correoso,
fuerte y bien alimentado, pero ahora era otra vez un niño que gemía
"¡Umma, umma! (¡mamá, mamá!)"
Al salir de ese espantoso hospital me encontré
con que los proyectiles estadunidenses caían en el río. Noté,
también, algunas tiendas militares en un pradito, cerca del edificio
de la administración del hospital y -maldita sea, murmuré-
un vehículo blindado con una ametralladora montada en él,
escondido bajo las ramas y el follaje. Estaba apenas unos metros dentro
del terreno del hospital, pero éste le servía de parapeto.
Y no pude evitar notar el nombre de la institución.
Adnan Khairallah había sido el ministro de Defensa de Saddam, un
hombre que según se dice cayó de la gracia de su líder
y murió al estrellarse su helicóptero, accidente del que
jamás se dio una explicación.
Aun en las horas finales de la batalla de Bagdad, sus
víctimas tenían que yacer en un lugar bautizado en honor
de un hombre asesinado.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya