John Berger
CerezasEn las cerezas había un sabor de fermentación como en ninguna otra fruta. Al cortarlas directamente del árbol, sabían a enzimas envueltas en sol y este gusto complementaba el pulido lustroso de sus pieles.
Coman cerezas --apenas una hora después de cortadas-- y en su gusto sentirán cómo se entrevera el de su propia pudrición. En el oro o en el rojo de su color hay siempre un atisbo de marrón: el color que las reblandecerá y desintegrará.
La cereza refresca, no porque posea una pureza --como uno supone de una manzana-- sino por ese picor ligero, casi imperceptible, que ataca la lengua con la efervescencia de la fermentación.
Por la pequeñez de la cereza, la liviandad de su carne y la insustancialidad de su piel, apenas más sólida que la superficie de una gota de líquido, su hueso es siempre un poco incongruente. Comernos una cereza nunca nos preparaba lo suficiente para su hueso. Cuando uno lo escupía, parecía haber muy poca conexión con la piel que lo circundaba. Más lo sentía uno como algún precipitado de nuestro propio cuerpo; un precipitado misteriosamente producido por el acto de comer cerezas. Después de cada cereza, uno escupía el diente de la fruta.
Los labios, tan distintos del resto de un rostro, tienen la misma tersura de las cerezas, y la misma maleabilidad. Ambas pieles son como la piel de algún líquido. Es tal vez la capilaridad de su superficie. Hagan la prueba y cotejen si nuestra memoria acierta o si los muertos exageran. Pónganse una cereza en la boca, no la muerdan todavía, manténganla ahí por un segundo justo, y adviertan que la suavidad y lo elástico de la fruta riman a la perfección con la naturaleza de los labios que la sostienen.
Un durazno
Nuestros duraznos se oscurecían al sol. Una especie de negro carmesí, más negro que rojo; un negro como el hierro puesto al rojo vivo, sosegado después al irse enfriando, y que no nos avisa del calor que aún contiene. El durazno de las herraduras.
Rara vez se extendía el negro por toda la superficie. Había partes que, estando la fruta en el árbol, quedaban a la sombra y eran blancuzcas, aunque en el blanco hubiera un verde, como si las hojas, que son las que tienden la sombra, hubieran pintado esa piel con un dedo de su propio color.
En nuestro tiempo, las mujeres europeas ricas se tomaban enormes molestias para mantener sus rostros y sus cuerpos tan pálidos como ese color. Pero nunca las gitanas.
El tamaño de los duraznos variaba considerablemente. Había unos lo suficientemente grandes como para ocupar el hueco de la mano, y otros no eran más grandes que una bola de billar. La piel de los más pequeños, siendo más fina, tenía la tendencia a arrugarse ligeramente cuando la fruta se magullaba o se pasaba de madura.
Aquellas arrugas me hacían pensar en la piel tibia del pliegue de un brazo moreno.
En el centro uno hallaba un hueso, con la textura de corteza oscura, y un aspecto tan sulfuroso como el de un meteorito.
Esos duraznos silvestres eran la fruta que hizo Dios para los bandidos.
La ciruela claudia
Cuando era viejo, miraba las ciruelas claudias cada año, en el mes de agosto. Era frecuente que me desilusionara. A veces estaban verdes, fibrosas, casi secas, y otras se habían reblandecido y estaban masocotudas. Muchas no valía la pena ni morderlas, pues podía sentir con mis dedos que no tenían la temperatura correcta; una temperatura que no puede hallarse ni en los centígrados ni en los Farenheit: es la temperatura de una frescura particular rodeada de resolana. La temperatura que tiene el puño de un niño pequeño.
Ese niño está entre los ocho y los diez años y medio, la edad de la independencia, antes de que comiencen las presiones de la adolescencia. El niño sostiene una ciruela claudia en su mano, se la lleva a la boca, la muerde, y la fruta lanza su lengua hacia el fondo de la garganta; el niño traga la promesa que entraña.
¿La promesa de qué? De algo que no tiene nombre todavía y que pronto él habrá de nombrar. Prueba una dulzura que no tiene nada que ver con el azúcar, pero sí con un brote que fluye y fluye, y que parece no tener fin. El brote pertenece a un cuerpo que sólo puede ver con los ojos cerrados. El cuerpo tiene extremidades y un cuello y tobillos, y es como el suyo; excepto que está volteado de adentro hacia afuera. Por el brote sin fin fluye una savia --la puede sentir entre los dientes-- la savia de una madera pálida e innombrable, a la que él llamará árbol de las niñas.
Siendo ya viejo, me era suficiente que una ciruela de entre cien me trajera el recuerdo de aquello.
Nueces de Castilla
La gente decía que no debe uno dormir a la sombra de un nogal, porque no hace bien. Y para confirmar la veracidad de esto, alegaban que no hay planta que florezca a su vera.
Los árboles mismos son activos y crecen rápido. Tal vez, a como van los árboles, los nogales sean un tanto impacientes; sus raíces no se van a lo profundo --un fuerte vendaval puede descuajarlos. Tan pronto madura su fruta, los folículos se abren en las ramas como picos de pájaro, y entonces las nueces en sus cáscaras parecen a punto de caer al suelo. Algunas veces, tuve incluso la impresión de que las ramas se sacudían solas para descargarlas.
Todas las nueces son a la vez húmedas y secas. Este es el secreto de su aceite. Pero ninguna como la nuez de Castilla. Huélanla. Su sequedad te pica la garganta y su humedad juega con tu lengua. Es contradictorio. Su impaciencia está aunada a una especie de maña. Unas nueces en un tazón de la cocina son un puñado de bromas. A la gente le gusta jugar con ellas, que corran de una mano a otra.
Nudosas, indentadas, quebradizas, con heridas, cicatrices, pliegues, surcos, son también firmes, sin parecerse a la madera, tan ligeras en peso, y más son como fruta muy madura que sin embargo te puede romper los dientes. Y en cada hendidura, en cada pliegue, hay un aroma casi animal, un tanto furtivo y muy penetrante. Lejanamente sugieren al jabalí del bosque.
Las nueces de Castilla, antes o después de una comida, como delicia cuando se bebe, acompañan las historias. Secas, fragantes, casi húmedas, mañosas, como los mejores relatos. Y cuando los que escuchan se han ido, sólo quedan las cáscaras astilladas de las historias regadas por sobre la mesa.
Una pintura redonda de Antonio de Pereda (1611-1678), pintada en Madrid cuando tenía veintitrés años, es el retrato definitivo. Cinco en el borde de la mesa. Cada una de ellas se halla abierta en distintos grados, y no obstante, en cada una, la misma dicotomía entre lo seco y la humedad --es como la diferencia entre tocar un hombro o la tafeta que lo cubre.
Nosotros nunca usamos cascanueces. Colocábamos una nuez contra la otra, como formando una cruz, y luego las estrujábamos en el puño, hasta que la más débil se rompiera por la presión de la más fuerte.
¿Será de la nuez que nos viene la expresión de reventarnos un chiste? En cualquier caso, cuando es buen año y hay muchas en el nogal, desde octubre comenzamos a sonreír mientras caminamos a su sombra.
El melón
Los melones siempre nos parecieron, por una especie de negación, la fruta de la sequía. Después de caminar por los valles parcelados o por la agrietada tierra de las planicies polvosas, llegamos a donde había melones y los comimos como quien extrae agua de un pozo en un oasis. Eran improbables, nos reconfortaban, pero de hecho no saciaban nuestra sed. Aun antes de abrirlos, los melones olían a un agua dulzona y encerrada. Su aroma pesado no tiene filos. Para saciar la sed uno necesita algo agudo. (Los limones son mejores.)
Cuando son pequeños y verdes, unos melones pueden sugerir juventud. Pero rápidamente la fruta se torna algo sin edad --como una madre para su hijo. Las imperfecciones de su piel --y siempre hay algunas-- son como lunares o como marcas de nacimiento. No son el signo de la maduración como las rugosidades de otras frutas. Confirman simplemente que este melón es único y que siempre será él mismo.
Para alguien que nunca ha comido uno, su exterior no da idea alguna de lo que se puede hallar adentro: ese naranja flagrante, nunca visto hasta el momento de abrirlo, que tiende hacia el verde. Las abundantes semillas que yacen en el hueco central son del color de flamas pálidas, pero húmedas, y su espaciamiento y su conglomeración desafían cualquier sentido del orden. Y por todas partes esa resplandescencia.
El sabor de un melón conlleva oscuridad y luz de sol. Así, milagrosamente, une estos opuestos que no podrían existir juntos de otra forma.
Traducción: Ramón Vera Herrera
San Cristóbal de las Casas , 1966
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