VIENTOS DE GUERRA
"No tenemos armas para atacar, pero nos encerraremos
en la casa"
En Bagdad los ciudadanos dicen estar listos para resistir
la agresión de Estados Unidos
En cada casa del barrio Alif Dar hay un muerto a quien
llorar, afirman los habitantes
BLANCHE PETRICH ENVIADA ESPECIAL
Bagdad, Irak, 8 de marzo. Um Jamal, abuela prolífica,
sabe que cuando llegue la hora el único hijo que sigue a su lado,
de los cinco que parió, tendrá que marchar al frente de combate.
Es él, aún soltero, quien hoy mantiene a la gran prole de
mujeres con un salario de obrero que no pasa de dos o tres dólares.
La abuela, sus hijas, nueras y la ristra de nietos que habitan la casa
tendrán que enfrentar solas la guerra y la escasez. "Estamos acostumbradas",
dice.
Desde que llegó del interior del país, hace
40 años, vive en Bagdad. Siempre en este mismo barrrio, Alif Dar,
que significa Mil Casas. Es una gran colonia popular de calles sin pavimento,
donde el drenaje corre en la superficie, donde la basura no se recolecta
con regularidad, pero donde, afirma, nunca falta en cada casa la harina
para preparar pan.
Cada
uno de los hogares en Alif Dar tiene un ausente a quien llorar. En el hogar
de Um Jamal son dos hombres: sus hijos. Eran soldados cuando estalló
la guerra Irán-Irak, a finales de los años 80. Uno murió
y otro está desaparecido. Sus fotografías presiden la sala.
En la casa viven las viudas de los hijos con sus respectivas
proles, además de las hijas solteras. El menor, que trabaja en una
fábrica cercana, sostiene todos los gastos. Eso, mientras la factoría
en la que labora se mantenga abierta. Porque muchas plantas industriales
han cerrado en años recientes, como efecto de la paralización
económica de una país que desde hace 12 años tiene
bloqueada su economía.
En medios oficiales no es fácil obtener cifras
y estadísticas sobre la situación económica que impera,
pero la Central de Trabajadores admite que "varias miles" de plazas se
han perdido por el freno a la producción. Muchas empresas del otrora
poderoso Estado han quebrado por el déficit en la generación
de electricidad y la falta de insumos consecuencia del embargo.
Sin embargo, no es una familia que se queje. Um Jamal
nos conduce orgullosa a uno de los cuartos del fondo de la vivienda. Ahí
almacena harina, lentejas, aceite y otros productos básicos que
el Estado entrega a cada familia mediante una cartilla de abastecimiento
mínimo.
Cuatro o cinco cuartos, un espacio central para cocinar
y una terraza en la azotea componen esta casa. Aquí no hay grandes
reservas de agua embotellada ni latas, y mucho menos máscaras antigás
como las que algunas familias con más recursos han comprado en previsión
de un ataque con armas químicas. No hay trincheras en la puerta
ni sótano que pudiera servir de refugio. Y nadie tiene armas. "No
tenemos nada con qué atacar, pero si viene una agresión resistiremos
encerradas en la casa. Nietas de todas las edades -Sima, Haura, Safa, Esra
y Yasemín- se apiñan alrededor de esta mujer de manos curtidas.
Las abayas de las adultas -las túnicas negras que las tapan
de la frente hasta los pies- son trapos empolvados. Los niños visten
pobremente. A simple vista se carece de mucho en este hogar, pero en la
estufa se está terminando de cocer el arroz y los visitantes son
invitados al almuerzo. El comedor es un cuarto sin muebles, cubierto de
tapices raídos. Sentados en círculo, sobre el tapete, comen
todos. El tema de la guerra es inevitable. Um Jamal levanta su mirada al
cielo: "¿Qué culpa tenemos, Dios mío?"
Mohammed, de nueve meses, otra víctima de la
guerra
A cuatro puertas de ahí el vecino Nasser, un hombre
curtido y entrado en años, también nos invita a pasar a su
morada. Tiene algo que decir. Sienta a una de sus esposas frente a los
visitantes y empieza un sentido discurso sobre la vida de su barrio donde
"el estudiante estudia y el obrero trabaja", donde no es infrecuente encontrar
universitarios en las familias a pesar de las estrecheces. Tiene dos hijas
jóvenes que pronto esperan entrar a la preparatoria. Nasser trabaja
en una tabaquería.
No tarda en llegar al punto que quiere exponer. Su hijo
Mohammed murió a los nueve meses de nacido por una bronquitis, hace
seis meses. Era un niño muy deseado. Cuando enfermó lo llevaron
al hospital tres veces. No hubo medicina para curarlo. De pie, en el umbral,
su otra mujer, que también viste abaya, está a punto
de dar a luz.
"Casos como el de mi hijo vi muchos en el hospital. Nuestros
niños mueren por enfermedades curables. Ellos también son
víctimas de la guerra."
Según el reporte del Unicef de 2002, en 1990, antes
de que se impusiera el embargo, Irak contaba con un sistema de salud pública
aceptable y registraba una tasa de mortalidad infantil de 47 por cada mil
niños. Esta cifra se triplicó en 10 años. Hoy es de
107 niños por cada mil. En el centro y sur del país uno de
cada cinco niños sufre desnutrición. También registra
una brutal caída en la cobertura escolar. De las niñas en
edad de asistir a la primaria una de cada tres no va a la escuela. Entre
los niños el porcentaje es de 17 por ciento.
Nasser, un trabajador que siempre se sintió orgulloso
de poder mantener un nivel de vida decoroso para su numerosa prole, hoy
siente que no sólo es el cerco de la pobreza el que se va cerrando
a su alrededor. Y por supuesto que se declara listo para resistir una invasión
militar.
Las tolvaneras, las moscas y el olor a aguas negras cubren
el barrio de las Mil Casas. En un predio que nunca alcanzó a ser
plaza, los chiquillos patean un balón entre las piedras, soñando
ser un jugador estrella del Al Saura, el equipo más popular
de este pueblo futbolero. En las esquinas los jóvenes matan las
horas y las mujeres, dentro de sus casas, despiden el día en sus
azoteas. En Alif Dar termina un día más en este "tiempo que
-dice George W. Bush- se le está terminando a Saddam Hussein".