En
octubre de 2001, en Oaxaca, se llevó a cabo Miradas Cruzadas,
un coloquio entre artistas mexicanas y chicanas. Una de las primeras
ponentes fue Cherrie Moraga, quien nos recibió diciendo que ellas,
las chicanas, eran las hijas de nuestras sirvientas. Mi primera reacción
ante tan tajante afirmación fue de admiración. La mayoría
de las artistas chicanas son hijas de campesinos que allá, a
pesar de la discriminación, han alcanzado el bienestar que su
propio país les negó. Hoy son una fuerza política
importante en EU y una de las principales fuentes de ingresos de México.
Como los artistas han tenido un papel importante en el desarrollo de
la identidad chicana y como el racismo sigue, muchas siguen haciendo
obra que rescata e idealiza las tradiciones populares mexicanas.
Además, parecería que Cherrie tiene razón. Entre
machismo y pobreza, en México las artistas que han seguido en
esta "carrera de obstáculos", como diría Germaine
Greer, son las mujeres de las clases medias y altas o las de ascendencia
más europea, que en este país equivale a lo mismo. Ser
güerita implica más acceso a la educación y al mercado
del arte. La lista de artistas de esta procedencia es larga, pero sólo
entre las que participamos en aquel evento estuvimos Martha Palau, Carla
Rippey, Perla Krauze y yo. Pero Frida Kahlo, Olga Costa, Fanny Rabel,
Helen Escobedo y tantas más estuvieron o están en la misma
situación.
Sin embargo, después de un rato el comentario de Moraga me enchiló.
Me irrita la costumbre de los gringos, chicanos o no, de fragmentarse.
Supongo que lo hacen porque son un país de culturas transplantadas.
Cuando estudié en EU en los setentas, en la escuela de arte feminista
que fundó Judy Chicago, nunca entendí por qué las
negras y chicanas le echaban más bronca a las feministas blancas
que al sistema patriarcal, cosa que me sorprendía casi tanto
como el desarraigo geográfico y el desapego a la familia de mis
compañeras o el sentimiento antimexicano que se le escapaba hasta
a las blancas más ilustradas.
Ello porque los mexicanos, como mestizos, somos expertos en el sincretismo,
lo que nos da una cierta flexibilidad para aceptar al "otro"
como alguien que siempre tiene un poquito de nosotros mismos. Y eso
me gusta.
Pero nuestra realidad no sólo nos ha hecho mestizos de sangre.
También siempre andamos en la cuerda floja entre ejes de inequidad.
O por lo menos así me siento yo: gracias al centralismo, las
chilangas la tenemos más fácil, aunque si una es artista
con hijos pequeños, o peor tantito, anciana, está amolada.
A las primeras no las toman en serio y las segundas son invisibles:
la única artista entre los "eméritos" del FONCA
es Ángela Gurría. Además las artistas sólo
participamos en el 25 por ciento de las exposiciones y, según
Inda Sáenz, hasta los precios de nuestra obra son inferiores
a los de la de los varones, aunque todos seamos parte del sector cultural
que es el patito feo.
Pero me empecé a preocupar sobre la situación que se suscitó
en Oaxaca cuando noté que estábamos hablando como si siguiéramos
en los setentas, aunque han pasado tres décadas del inicio de
los movimientos feminista y chicano. A pesar, incluso, de que todos
tenemos la mente marcada con la presencia de la Comandanta Esther en
San Lázaro. Pero en términos de mujeres artistas seguimos
igual. Por eso Raquel Tibol puede publicar un libro como Ser y Ver,
editado por Plaza y Janés, que aunque interesantísimo,
carece de perspectiva de género y hasta ignora a artistas feministas
de la talla de Maris Bustamante. Aunque para ser justa, el año
pasado el CNCA publicó El desnudo femenino: una visión
de lo propio de Lorena Zamora y Ediciones al Vapor editó No somos
machas, pero sí somos muchas con mis textos sobre mujeres artistas
publicados en El Universal.
Además yo veo algo grave: después de dos décadas
de crisis económica estamos instalados en el neoliberalismo galopante,
en una espeluznante polarización de las clases sociales, en el
deterioro escandaloso de la educación y en un absoluto desastre
sindical. Hoy veo con tristeza que la mayoría de mis compañeras
de San Carlos, de las clases media baja o trabajadora, abandonaron la
producción artística, ocupan los puestos más bajos
como maestras o investigadoras o sólo exponen en casas de cultura
de tercera.
Una de las causas por las que no se ha reflexionado a fondo sobre estos
temas es que no ha habido dónde. El interés institucional
por analizar cuestiones de arte y género es reciente. Entre los
primeros ejemplos están el Primer coloquio sobre arte y cultura
desde la perspectiva de género que organizó el Instituto
de la Mujer Oaxaqueña y el coloquio Arte y Género en el
Centro Nacional de las Artes en septiembre y octubre de 2002. Deberían
haberse dado hace veinte años, pero me consta que el proceso
de institucionalización de los rollos de género ha sido
arduo. Todavía Miradas Cruzadas lo organizó Elia Stavenhagen
independientemente, cosa que le tomó varios años.
Retomando el hilo de la madeja, les cuento que, en Miradas Cruzadas,
las chicanas, que se supone tenían una postura de clase más
radical, aunque ahora pertenecen a la clase media educada, sólo
atinaron a echarle bronca a las güeritas, mientras que del lado
mexicano no faltó el desprecio al trabajo de las chicanas por
舠pueblerino舡. Pero eso sí, todas coincidimos en ignorar
la problemática de las artistas de la clase trabajadora o indígenas.
Lo curioso es que en aquel coloquio participó Xunka´ López
que presentó su libro Mi hermanita Cristina, una niña
chamula, del Proyecto Fotográfico Chiapas, que echó a
andar Carlota Duarte en 1992, para darle a los indígenas de ese
estado herramientas para hacer sus propias fotografías. Xunka´
relató su difícil historia y nos enseñó
su obra. Del mismo grupo salió Maruch Santís, que ha expuesto
en el MUCA-CU y en la galería OMR que la ha llevado a varias
ferias internacionales.
A mí me sigue pareciendo asombroso que haya mujeres indígenas
participando en el mundo del arte contemporáneo. Y me parece
escandaloso que sea asombroso. Curiosamente, entre los artistas hombres
ser indígena está bien visto, incluso es un mito que se
explota. He leído artículos en los que hasta Sebastián
resultó tarahumara. Pero no sucede lo mismo con las artistas.
Estos enredos me resultan tan paradójicos como el hecho de que
Maruch y Xunka´ no fueron impulsadas por las chicanas o por otras
artistas mexicanas, sino por una gringa. Su trabajo tampoco es resultado
de un interés independiente por participar en eso que llamamos
"arte contemporáneo", por lo que no sé en qué
acabará el proyecto, aunque habiendo platicado con Xunka´,
sé que decidirán lo que mejor les convenga.
Hablar con Xunká me hizo notar gachamente el poco trato que he
tenido con artistas indígenas. Esto me ha llevado a andar de
metiche preguntándole a las artistas sus antecedentes de clase
y etnia y he encontrado hijas y nietas de indígenas, como la
escultora Sarahí, cuya familia, para ser aceptada en la ciudad,
perdió lengua y costumbres. Y ella, al igual que otros artistas,
o le da un toque de Bosques de las Lomas a su obra o no vende. Ahí
están, sólo que medio camufladas, pero el proceso de elitización
de la educación superior es tan severo, incluso en escuelas como
La Esmeralda, que si no hacemos algo, no estarán por mucho tiempo.
Dadas las deplorables condiciones económicas y educativas del
país, el arte es un pequeño lujo que la mayoría
de las mexicanas no puede darse. Pero quienes estamos en cultura, cualquiera
que sea nuestra procedencia de clase, no podemos darnos el lujo de ignorar
las dificultades de las artistas, especialmente las indígenas
y las proletarias. Y, como país no debemos desperdiciar el potencial
creativo de tantas mujeres. Hacerlo, aparte de ser una burrada, sería
traicionar nuestra esencia mestiza. En términos de producción
artística hay material para una exposición muy sabrosa
porque no es lo mismo Mariana Yampolsky retratando indígenas,
que la visión de Xunká mostrando su entorno. Lo personal
sigue siendo muy político. A ver si alguna curadora agarra la
vaca por los cuernos.