Angeles González Gamio
Tortugas, ajolotes, ranas y patos
Eran algunos de los alimentos cotidianos en ciertas zonas de la ciudad de México, como Iztacalco, donde hace cerca de 60 años todavía existían chinampas, ese prodigio ecológico que dio sustento en la época prehispánica a la numerosa población que creó importantes ciudades en los alrededores de los lagos que ahora constituyen el suelo de la capital, que ha ido creciendo desmesuradamente sobre su zonas agrícolas.
Vale la pena recordar el ingenioso sistema: una balsa de varas formando un emparrillado que se cubría del rico lodo fangoso del fondo de los lagos y a la cual se le sembraban ahuejotes, esos árboles esbeltos y largos que aún podemos admirar en Xochimilco. Al poco tiempo éstos echaban raíces al fondo, amarrando la chinampa; las pocas que sobreviven tienen uno de los índices más altos de productividad en el cultivo de hortalizas y flores.
En el que es el último número de la segunda época de la revista del Consejo de la Crónica de la ciudad de México -ya que próximamente renacerá renovada- aparece un interesante ensayo del arquitecto Edgar Tavares, fruto del Programa de Historia Oral de Barrios y Pueblos del Consejo, sobre la delegación Iztacalco, que nos permite conocer su historia, la cual se inicia siglos antes de la llegada de los españoles.
Tras la conquista, en 1564 los franciscanos fundaron un pequeño convento bajo la advocación de San Matías, que con ciertas alteraciones aún se conserva, al igual que varias ermitas, como la de San Antonio y la de la Santa Cruz, construida a fines del siglo XVI. Esta se considera el inmueble original más antiguo, porque en su interior conserva dos figuras magníficas de Cristo hechas de pasta de caña de maíz. El primer libro de la vicaría data de 1662 y registra ocho diminutos barrios periféricos. El padrón menciona que en 1848 el 96 por ciento de los habitantes eran hortelanos o chinamperos.
Uno de los sitios más recordados es el canal de La Viga, que iniciaba su recorrido en la población de Chalco, seguía por Xico, atravesaba el dique de Tláhuac, cruzando en su camino por los pueblos de Culhuacán, Mexicaltzingo, Iztacalco y Santa Anita; al llegar a la ciudad de México entraba por la garita de La Viga y terminaba en la calle Roldán, en el corazón del barrio de La Merced.
Este canal fue el medio de transporte más importante, por el que llegaban gran variedad de mercancías: cacao, madera, vacas, toros, azúcar, tezontle, chiluca, lentejas, café, pulque, miel, mantas, carbón, habas y, desde luego, verduras y flores que se cosechaban en los poblados aledaños al canal. Adicionalmente era uno de los paseos favoritos de los capitalinos, particularmente el viernes de Dolores.
Una vieja crónica cuenta: "A hora temprana toda la ciudad se trasladaba a los embarcaderos, en donde alquilaban canoas y trajineras que, adornadas con amapolas, apios, tules y claveles, servían para pasear a lo largo del canal hasta llegar a La Viga o Santa Anita... los remeros cantaban y bailaban dentro de las canoas, en las que eran servidos tamales, atoles, enchiladas y cuanto antojo conoce la ciencia culinaria mexicana".
Y de esto nos hablan en la revista del Consejo los pobladores más antiguos, algunos de ellos que fueron chinamperos, quienes nos deleitan con sus descripciones de la vida en Iztacalco cuando la subsistencia dependía del trabajo en las chinampas y de la nutritiva dieta que guardaban, en gran medida dependiente del mundo lacustre.
Comenta don Juan Sandoval: "Los animales que teníamos por aquí eran tortugas, ajolotes, ranas, carpas... las ranas eran de las grandes y se comían al igual que las tortugas". Por su parte, doña Clara Hernández cuenta que los platos típicos eran "por decirle algunos, el totopaguas, el mole, el pato; para las fiestas lo usual eran las carnitas, la barbacoa; el pescado era para la gente pobre". También hablan de las leyendas y las fiestas, un verdadero agasajo.
Al pasar ahora por la Ciudad Deportiva de La Magdalena Mixihucan es difícil imaginar que no hace mucho aquí había chinampas y una rica fauna acuática que ahora sólo vive en la memoria de los viejos pobladores y que nosotros también podemos atesorar comprando en las librerías Gandhi, del Fondo de Cultura Económica, El Parnaso de Coyoacán y El Péndulo, el número 27 de la revista Crónicas de la Ciudad de México, con una cautivante portada diseñada por José Luis Cuevas y que además contiene interesantes artículos de Andrés Henestrosa y Emmanuel Carballo.
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