Soledad Loaeza
Malas costumbres
Para ser miembro del partido de las buenas costumbres el presidente Fox tiene muy malos hábitos. El que se presente en mangas de camisa en ceremonias oficiales es lo de menos, ni siquiera importa el contraste de sus campiranos atuendos con las elegancias de la primera dama, que siempre está de punta en blanco como si todos los días se arreglara para subirse a un pastel de bodas. En cambio es mucho más grave que cada vez que sale del país hable mal de nosotros los mexicanos o de nuestras instituciones, que diga en extranjía que somos flojos -como lo hizo hace meses en Estados Unidos- o que denuncie al Congreso como un obstáculo para el buen gobierno, según acaba de hacer en Europa.
El Presidente no puede disimular la frustración que le causamos, pero no se entiende su mala costumbre de hablar mal de los de casa cuando está fuera de ella, simplemente porque cuando lo hace contradice sus propios objetivos. Según un dicho árabe: "Si quieres vender el camello, no hables mal del camello". Al regreso de sus giras por el exterior siempre nos informa de los enormes éxitos que alcanzó en materia de ventas, o por lo menos de promesas de compra, pero uno se pregunta qué comprador potencial va a atender la propuesta de un vendedor que al mismo tiempo que le ofrece la mercancía se queja de que su calidad es dudosa o que tiene serios problemas de funcionamiento.
Como es poco probable que el Presidente busque él mismo sabotear su misión comercial, esta mala costumbre que tiene de hablar mal de los suyos con los otros parece más bien una confesión de debilidad. De hecho más que quejarse de nosotros lo que hace Vicente Fox cuando viaja es acusarnos con los extranjeros de muchas cosas: de que no somos tan democráticos como pretendemos, de que no entendemos lo que es un gobierno de calidad, de que no tenemos criterios y nos creemos todo lo que nos cuentan los reporteros y de muchas otras cosas. Y en realidad de lo que está hablando es de su propia incapacidad para persuadirnos de que lo que nos propone es lo mejor para el país. La conclusión es obvia: el Presidente está pidiendo a los extranjeros su ayuda para sacar adelante las reformas que él y ellos consideran indispensables para el futuro, aunque no necesariamente sea éste el de la patria. Es evidente que no está solicitando que manden tropas al territorio nacional para obligarnos a aceptar sus proyectos. Busca en cambio que los extranjeros nos presionen como puedan para que entendamos lo que nos conviene, convencido, como parece estar, de que su opinión tiene mucho más peso que la de otros mexicanos, o que somos mucho más susceptibles a las presiones que vienen de fuera que a sus propios mensajes. Por ejemplo, el presidente Fox le da tanta importancia a lo que se opina fuera de México de lo que debe hacerse aquí y está tan firmemente convencido de que todos compartimos esa actitud, que durante la última gira presidencial algunos periódicos del Distrito Federal se contagiaron de esa creencia y nos informaron a ocho columnas de las exigencias de los empresarios británicos, como si fuera ésa una gran y sorprendente noticia, y un asunto que tuviéramos que atender de inmediato.
Esta idea de que los mexicanos no somos capaces de comprender o de emprender por nosotros mismos lo que nos conviene no es nueva entre la elite antes en la oposición y hoy en el poder. Después de las elecciones de 1994 y del reiterado triunfo del PRI en la elección presidencial algunos de los más distinguidos miembros del entonces Grupo San Angel, al que pertenecía Vicente Fox, clamaban al cielo con desesperación porque los mexicanos eran unos "agachados" y volvían los ojos al exterior en busca de apoyo. Algunos decían, mientras acumulaban todo tipo de financiamientos en Washington: "Ni modo, ya que vengan los americanos porque nosotros no somos capaces de establecer una democracia"; otro más de ellos en 1995 reprochó al gobierno de Bill Clinton que apoyara a México para resolver la severísima crisis financiera de ese año y le propusiera un embargo como el que sufre Cuba hace décadas, porque consideraba que de otra manera los mexicanos nunca íbamos a salir del autoritarismo priísta. Antes que aceptar que su capacidad de movilización política era pobre, sus argumentos poco convincentes o poco interesantes, los miembros de este grupo denunciaban la supuesta exasperante incompetencia de todos los demás. Cómo seríamos de limitados que ni siquiera podíamos reconocer su superioridad y seguirlos al paso y en la dirección que nos indicaban.
Muchos nos ponemos muy nerviosos cuando el Presidente viaja al exterior. Quién sabe qué vaya a decir de nosotros. Ni siquiera nos tranquiliza recordar que cuando "Pedro habla mal de Juan, dice más de Pedro que de Juan".
Con un abrazo para los reporteros de La Jornada