Marco Rascón
Lula
En estos tiempos de dramas shakespeareanos, en los que
la guerra sólo puede darse porque el hijo tonto le quiere decir
algo a su padre; en los que pasamos del verano al invierno sin otoño
mientras el mundo se empequeñece orgánicamente y la globalización
pretende ser una forma única de pensar y hacer, surgen expectativas,
como la que despierta Brasil, que van en pos de otros mundos y destinos.
El triunfo de Lula ¿puede cuestionar o será
una experiencia más dentro del esquema de la globalización?
¿Podrán las izquierdas políticas y sociales abrir
un nuevo rumbo a los conceptos para ganarle al neoliberalismo la orientación
del cambio? ¿Prevalecerán los retos revolucionarios o se
impondrá el discurso de la "gobernabilidad" para justificar la postergación
de decisiones estructurales?
Desde esa perspectiva, Brasil y el triunfo de Lula representan
hoy no sólo una gran experiencia nacional, como fueron Chile y el
triunfo de Allende en su momento. Sin embargo, los intereses centrales
de la globalización han aprendido de Clausewitz que el objetivo
central de la guerra no es exterminar al adversario, como hicieron hace
más de 30 años en Chile, sino más bien buscan someter
a las izquierdas, así como al centro y la derecha a su voluntad,
es decir, al único rumbo posible: el control financiero y mercantil.
En el refinado esquema de maldad de los imperios globalizadores
se considera que las izquierdas son utilizables y que un triunfo en el
marco de las alternancias fortalece la globalización, pues contribuye
a refrescar la credibilidad local en los estados sometidos, ya que aplican
con cierto orden y moralidad los recursos filantrópicos destinados
a la pobreza y harán llamados sistemáticos a las masas para
aceptar el gradualismo, las condiciones globales y la democracia por la
cual viejos y legitimados luchadores ahora gobiernan.
Para los pueblos en general las buenas noticias de mayor
gobernabilidad son malas porque anuncian que con izquierda o derecha no
pasará nada distinto.
Lo peor que puede suceder a un pueblo es que sus dirigentes
históricos hagan exactamente lo mismo que los adversarios: que con
base en el racionalismo y la gobernabilidad Lula hiciera lo mismo que Collor
de Melo, Lagos, Toledo o Cavallo.
Hoy numerosos ejemplos dejan ver que dentro del orden
global lo que no puede proponer ni hacer una fuerza política es
intentar fortalecer la economía interna, la producción agrícola
y el proteccionismo de los sectores productivos. Pueden, en todo caso y
apoyados por una nueva ONG trasnacional, aplicar recursos para la pobreza
en despensas, apoyos filantrópicos, etcétera, pero nada que
tenga que ver con la capacidad de los pueblos para reconstruir sus propios
medios de subsistencia y generar excedentes rentables y competitivos.
La globalización ha creado una red de paliativos
basados en la caridad con el fin de apuntalar su esquema ético,
pero siempre bajo la observancia de que la producción de bienes
y mercancías, las reglas del mercado, sólo éste las
decide.
Dicen que ningún imperio ha caído a causa
de presiones externas, pero sí debido a las contradicciones en su
interior. Para el mundo latinoamericano las experiencias de Venezuela y
Chile, la gran importancia de Cuba, el desastre privatizador de Argentina,
los descalabros de Perú y la abyección mexicana están
frente a las fuerzas políticas de Brasil y de Lula que llegan al
escenario continental y mundial con la posibilidad de inclinar la balanza.
Si en medio de las condiciones que impone la estructura
financiera global logra abrir una brecha, aunque sea milimétrica,
pero nueva y contraria al predeterminismo económico habrá
decantamientos de gran trascendencia en ese país y en toda América
Latina, y entonces las elecciones y las democracias diseñadas por
las oligarquías y los medios de comunicación masiva no serán
el paseíllo de mediocridades, sino instrumento para romper con la
dinámica global que dará a los pueblos no sólo el
voto individual, sino que habrán recuperado la capacidad de decidir
sus formas de subsistencia, y esto es sin duda lo más subversivo
contra el mundo global.
Colgadas de Lula llegan fracciones oligárquicas
y cierto cinismo imperial que presupone que hará lo mismo que todos.
Cumplir la expectativa requiere gran imaginación, determinación
política y que Lula no sea sólo el gobernante, sino también
el conductor histórico de un nuevo camino para los explotados de
Brasil y del continente. Está en manos de la vanguardia brasileña
demostrar que la izquierda llega al poder político para transformar
y romper con las cadenas que la globalización ha impuesto al desarrollo
del mundo, para dignificar la política y reivindicar la militancia
con base en las ideas.
No se trata de "copiar" a Brasil, pero sí de extraer
la enseñanza de lo más difícil: el reto que surge
un día después de haber llegado a representar las aspiraciones
de millones de latinoamericanos.