El mimo francés prodigó dos horas
de estruendoso clamor de los silencios
Marceau fue voz solista de unos 7 mil mortales en el
Auditorio
Que se sepa, nadie se despide cuando no se quiere ir,
porque un clásico nunca envejece
El creador del célebre personaje Bip desgranó
certezas, verdades contundentes en el escenario
PABLO ESPINOSA
El escenario es una inmensidad oscura. En el centro de
tal vorágine sedienta una luz se alimenta de esas sombras en forma
de manos rosas, rostro níveo, un cuerpo humano que se erige como
flama blanca y flota. Toda una vida, a manera de reflejo de miles de existencias,
se pondrá en escena en aquel espacio y en la medida de tiempo de
120 minutos mediante el estruendoso clamor de los silencios.
La noche del jueves 7 de noviembre el escenario gigantesco
del Auditorio Nacional se pobló de seres vivos, nacidos todos de
una misma costilla: Marcel Marceau en estado edénico.
El recital de sonidos carnales del inventor de la manera
de gritar callado fue como una bella versión, personalísima,
de la Sinfonía de los adioses, de Joseph Haydn, sin desafinar,
sin gritar y, sobre todo, sin despedirse.
En
escena, Marcel Marceau muestra puros portentos, prodigios. Vida plena.
Futuro, si nos atenemos a la profunda manera como impacta su arte en los
humanos. Dueño de sí, sitiado en su epidermis, el genial
Marceau rejuvenece sobre el escenario. Que se sepa, nadie se despide cuando
no se quiere ir.
Ave, flor, marino, niño
En el intersticio del tiempo y a manera de un sistema
solar con todos sus planetas, lunas, satélites y estrellas representadas
al unísono por un solo personaje, Marceau, ese hombre de alma blanca,
tomó todas las formas: estatua, ave, flor, marino, niño,
anciano, pelota, y todas las imaginerías de otra manera inimaginables
pero vueltas carne y sangre con el bullicio de su mundo tan callado.
Abrazó invisibles árboles de manera similar
a como cuenta Saramago su historia más bella, la más humana
entre todas sus humanidades: antes de morir, el padre del autor de Todos
los nombres salió a su jardín y abrazó llorando
los troncos de todos sus árboles, a manera de despedida. Años
más tarde -narró el Nobel portugués una noche de nieve
en Estocolmo- su madre observaba el anochecer desde la puerta de su casa
y exclamó: qué pena morirse siendo el mundo tan bello. Pero
no dijo qué miedo ni qué terrible morirse, dijo qué
pena.
La noche del jueves en medio de la penumbra del colosal
escenario del Auditorio Nacional, Marcel Marceau abrazó todos sus
árboles, pronunció todos los nombres, observó el firmamento
desde los andamios invisibles del aire y fue la voz solista de un coro
de unos 7 mil mortales que lo observamos desde las butacas. Todos juntos
entonamos en silencio un himno atronador.
Las certezas en la escena, mientras tanto, se desgranan
en su calidad de verdades contundentes. La más brutal de todas consistió
en lo siguiente: Marcel Marceau presentó durante dos horas 11 obras,
10 de las cuales tienen duración larga pero una de ellas, de título
grave (Adolescencia, madurez, vejez y muerte) duró lo que
un suspiro, un sueño, una mirada con tiempo suficiente apenas para
el parpadeo. Esa brevísima obra maestra del mimo tuvo una duración
acorde con su tema: la vida.
Lo cierto también es que sobre el escenario los
años no pasan por Marceau. Lo que pasa, como el cóndor, es
la vida y sus misterios. Un clásico nunca envejece. ¿O acaso
(¿ocaso?) Beethoven envejece?
La belleza, factor común
Lo primero que ve quien vive uno de los espectáculos
de Marceau es oscuro total. En cuanto se enciende una luz en el centro
de ese gran hoyo negro aparece un heraldo con el título de cada
una de las rutinas que nunca aburren. La primera de ellas es de título
también coherente y consecuente: La creación del mundo.
Gritó Marceau con las manos, con el rostro, con el cuerpo en estridencia
muda y vio Dios que era bueno.
Porque quien hizo el mundo hizo a Mozart, y por eso todo
es tan exacto y tan perfecto y por eso Marcel Marceau eligió el
adagio del Concierto 21 de Volfi para crear el mundo con
sus manos y hacer gemir las luces que nacen -partos delicados- desde el
útero nutricio de las sombras. En el rostro blanco, en las manos
rosas, en el cuerpo como flama hubo, durante esas dos horas de prodigio,
asombro, miedo, alegría, sorpresa, espanto, felicidad, nostalgia,
futuro, tristeza, ilusiones, mucha imaginería. Con un factor común
entero: la belleza.
Entre las muchas historias que contó esta flama
blanca esbelta y recia acudimos, una vez culminada La creación
del mundo, a un edén privado: El jardín público,
escuchamos las manos volantes de El pajarero, observamos la balanza
vacilante de El tribunal, y rendimos pleitesía a Las manos.
En la segunda parte florearon cinco episodios de Bip,
ese personaje emblemático, alter ego, condensación
de la cultura occidental creado por Marcel Marceau. Bip domador, Bip viaja
por el mar, Bip músico callejero, Bip se suicida. Bip Bip Bip Bip
Bip Bip Bip Bip.
El clímax final fue la puesta en vivo, descarnada
y delicada, de otra de las obras maestras de un clásico, Marcel
Marceau: El fabricante de máscaras. En fracciones de segundo
el dolor, la risa del dolor, la inconfesable máscara de la dicha
vestida de dolor. Una carcajada en sostenuto hasta el último
suspiro. Una loa a la vida.
Cada vez que termina un espectáculo de Marcel Marceau
vuelve a comenzar la vida.