Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 9 de noviembre de 2002
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Política

Ilán Semo

El flujo del crimen

Un registro estadístico del siglo XX mexicano mostraría que en algo sí arribamos al primer mundo: nuestras cifras de homicidios, robos, secuestros y asaltos a mano armada sólo son comparables con las de Estados Unidos, Inglaterra y Gales, y otros países que son de desarrollo medio, como Portugal, Uruguay y Sudáfrica. Lo asombroso de los datos sobre el crimen en el mundo reunidos recientemente por la ONU no es que México se halle entre las sociedades más afectadas, sino que las grandes cifras de la violencia criminal se concentran en una decena de países que se cuentan entre las grandes potencias, o que tienen un visible grado de desarrollo industrial. Naciones como Estados Unidos o Inglaterra muestran cifras per cápita tan escalofriantes como las mexicanas: en cambio Yemen, Tailandia o Uzbekistán parecen, al menos en el papel, una suerte de sociedades no violentas donde el crimen cotidiano se reduce a actos esporádicos. Siempre se puede decir que los países más pobres no llevan sistemáticamente sus índices de criminalidad. Pero tampoco los llevan estados afamados por su sistema burocrático o su conciencia ciudadana. En Estados Unidos no se reportan más de 25 por ciento de los actos delictuosos, en Inglaterra más de 30 por ciento. En México esta cifra puede alcanzar 60 por ciento.

A primera vista, el origen de la criminalidad moderna parecería ser más la riqueza que la pobreza. Obviamente, es una conclusión demasiado simple. Las cifras criminalísticas de Bélgica, Alemania y Australia contrastan, por su bajo perfil, con las de Estados Unidos o Portugal. Acaso lo que sí distingue a las sociedades con un alto índice de inseguridad es la polarización social y, sobre todo, la falta de expectativas de sus sectores que viven marginados, muy marginados, en el centro de los territorios de la opulencia. Es decir: las grandes urbes. En cada ciudad estadunidense existen una o varias comunidades de negros, chicanos o latinos en general que viven bajo un régimen de exclusión infranqueable. En Inglaterra, las colonias fantasmas donde habita la clase obrera industrial que fue lanzada al desempleo sin retorno en los años 80 y 90, los territorios derrotados, son parte incluso de sus paisajes cinematográficos (recuérdese la película Full Monty). En la ciudad de México, las zonas de marginación y de opulencia se suceden sin orden aparente alguno. En Santa Fe, a unas decenas de metros de distancia, cohabitan, separadas por un muro más sólido que el de Berlín, la marginación radical y la ostentación de la opulencia.

Pero el crimen moderno no es, en su mayor parte, un asunto de comunidades marginales o pobres. Ahí recluta a sus miembros, marca sus territorios y estructura sus redes, tan sólo para organizarse a una escala que bien podría definirse como industrial. Quien exige 5 millones de dólares por un secuestro no está pensando precisamente en los dilemas de la sobrevivencia. Tampoco quien es capaz de cimentar esas complejas organizaciones que roban un auto en cualquier calle de la ciudad para transportarlo a Centroamérica o el Lejano Oriente. Como en toda industria, hay grados y niveles: la gran industria, la mediana y la pequeña. Pero siempre se trata de una actividad industrial, compuesta por pequeños y grandes ejércitos de quienes han hecho de la violencia no un modus vivendi sino una manera de ser y apropiarse del espacio urbano.

Las industrias del crimen prosperan precisamente ahí donde existen comunidades que viven en el corazón de la ciudad y al margen de sus beneficios y dividendos sociales. En Estados Unidos, el origen de esta peculiar geografía se halla probablemente en la segregación racial: en México en la (falta de) distribución del ingreso y de oportunidades de movilidad.

En rigor, sólo existen dos estrategias para combatir este peculiar balance del terror que fija la vida cotidiana de ciertas urbes. La primera la reiteró Giuliani en Nueva York, y consiste en pertrechar con armas más furiosas a la policía, crear situaciones similares a las del estado de sitio y transformar al cuerpo policiaco en una suerte de ejército de ocupación. Es en la que pretende inspirarse Andrés Manuel López Obrador. La otra estrategia fue ensayada con cierto éxito en Madrid, Nápoles y el centro de la ciudad de Los Angeles. Ahí los gobiernos locales convocaron a la sociedad (empresarios, organizaciones sociales y civiles, escuelas, artistas, etcétera) a reconquistar los territorios secuestrados por el hampa. Surgieron proyectos arquitectónicos, hospitales, parques, escuelas, centros de arte, centros comerciales que fueron elevando el valor de la ciudad misma y recuperando, por medio de la actividad civil, franjas de la ciudad que parecían indomables.

Podría decirse que lo inevitable será una solución a la mexicana, como lo decía justificadamente hace poco Martí Batres. Una solución que no pasa seguramente por la apuesta intimidante de Giuliani ni por la creciente indiferencia del gobierno federal, que en el presupuesto de 2003 decidió, a pesar de todas las cifras y sus focos rojos, reducir el presupuesto en seguridad.

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