Hermann Bellinghausen
Recados para un pintor
En su taller. El lienzo, el papel, la tablilla,
páginas incesantes para prosecusión del siguiente dibujo,
la próxima tinta, el molde tallado, el óleo en ciernes, o
su reconstrucción radical porque te estaba quedando asqueroso.
Recapacita, Toribio, no eres ningún Picasso al
que todo le sale bien. La mitad va de aquí derecho al basurero.
La otra pasa a habitar las espaciosas bodegas de tu ansiedad acostumbrada.
Tori, ¿qué haces? Deja esa botella, es temprano. Fúmate
otro cigarro. Saca las acuarelas, han de estar agrietadas, rato hace que
no las usas. Con tantita agua que les eches.
De momento, tu economía está a flote. Vendiste
con las Íñiguez tu serie de Penachos y Aureolas. Bien sabes
que era predecible, pero la galería vendió todas las piezas.
Desde el principio, la mayor de las Íñiguez dijo: "son muy
comerciales". Van con la moda de querubines y haditas, y peor ahora que
hasta Peter Pan tiene segundas partes. Asqueroso.
No te engañes: las Íñiguez tienen
por clientela a puros ricos ignorantes, felices de tragarse tu mierda.
Pero tampoco hagas drama, quién no se prostituye alguna vez. Quita
esa cara.
Piensa que hoy nadie te espera. Nadie cuenta con que pintes
o dibujes, o produzcas una de tus fingidas instalaciones. Siente este alivio:
de momento, no existes para nadie. ¿Qué se te ocurre? ¿Nada?
Buscas las llaves. ¿No las encuentras? Tu reloj,
¿qué? Ándale, ya tienes con que distraerte. ¿En
qué ibas? Sí, tus pinceles de crin. Mójales la punta.
Tan suave al tacto el bambú de su espina dorsal. El trazo de una
campana. Repica indignada. Se junta una masa de cabecitas redondas. Trázalas
de prisa, no vaya a faltarte ninguna. Tendrán rostro, una por una.
Escogiste una técnica difícil para el detalle, pero la fuerza
inyecta los rostros que mira qué fácil te salen del pulso.
Olvídate de Orozco, Grosz, Ensor, de todas las barcas de Medusa.
Olvídate de ti mismo.
Las figuras no descansan. Antorchas. Bocas. Sacaste grises
del negro. Felicidades. Ahora un poco de carmesí crudo. Destellos
blancos en las lanzas. Parece mural.
Ya estuvo, Toribio. Ya cálmate. Cambia la página.
Sácales punta a los lápices. Si quieres, ahora sí,
échate un trago.
En el puerto. En un arrebato de aire desquiciado,
propio de éstas ciudades junto al oceano, tres gaviotas extraviadas
se confunden con las cien palomas que, con todo derecho, acuden al palomar.
Tejados de madera. Casas claras como torres de barco antiguo. En tierra
de goletas, todo recuerda las construcciones antiguas de ultramar.
Es el escenario menos frío y grasiento que pudiste
hallar al sur de Groenlandia. Mucha tela de dónde cortar, el paisaje.
Entre mejor derritas la grasa del animal que cazaste en las olas, tu carne
será más magra, correosa como aquella en tus tiempos de ajenjo,
belladona y flores del mal.
Quizás por ser joven antes, así de mal te
podías llegar a ver muy bien. Mientras conservaras estilo. De los
pitidos del barco, ey, no hagas caso. Concéntrate. Tranquilo. No
se atreverán a partir sin ti.
En su morral. Te resistes. No pretendes pintar
nunca tu obra maestra, el ideal de cualquier artista ideal. Claro, a cada
rato piensas: "cuando la pinte". Tendrás tu Jauja agradable, crees,
uno día de estos, no lejos del fin del mundo si es necesario.
Has visto a tantos pintarla, o hacer como que la. Luego
se pasman, pobres. O la llevan a cuestas. Lápida. Rasero. De ahí
para abajo eres un fracaso. Además, si el público existe
y se entera (lo cual es el mayor peligro de pintar una obra maestra), capaz
que te premian y becan, te secuestran hasta marearte. El síndrome
del campeón. No quieres ser el Púas Olivares, ¿verdad?
En algún sitio puede que encuentres una mujer que
te prometa que estará contigo cuando pintes tu obra maestra. Siente
bonito, pero no le creas. No porque te esté mintiendo, sino porque
sospechas que no te darás cuenta.