Olga Harmony
Belice
Dos preocupaciones casi constantes de la dramaturgia de David Olguín son el tiempo y el destino, muchas veces entreveradas con citas de la mitología clásica. En Bajo tierra es Posadas quien intenta huir de su muerte -con presencias que nos recuerdan cercanamente a Homero-, en La puerta del fondo Bartle viejo trata de modificar su destino convenciendo a su yo joven de que lleve a cabo ciertas acciones, en Dolores o la felicidad -que llama ''Odisea en tres actos", con la chispeante presencia de las Parcas- el ángel enamorado logra salvar a la protagonista tras presentarle varias vidas posibles. El tiempo, en estas dos obras, se condensa en los segundos de un suicidio. Ahora, con Belice, ahonda en estas preocupaciones añadiendo mayores ambigüedades a personajes y acción dramática, lo que permite multitud de lecturas. Por cierto, y sin desdoro de la excelente escenificación que hace el propio Olguín, siguiendo otra constante suya, es un texto que se antoja tener editado para bucear en todas sus posibilidades.
El autor propone una especie de Telemaquia interior, una pesadilla de Juan adulto en que se confunde con su propio padre, la toma de conciencia y la aceptación final. Las dos líneas fundamentales de la cultura occidental, la de la mitología griega y la de la tradición judeocristiana se unen a otros símbolos, como los tatuajes que hacía el padre de Juan y que ostenta Miguel Carón y Rosa Turnaffe, y del que hablan la madre y ese extraño Jonathan que es el demonio interior que ya no soltará al protagonista. La presencia del odiado marido como un ser demoniaco y lleno de tatuajes en la pesadilla que cuenta la madre, se repite en algunos de los otros personajes. La vida te va tatuando, parece decir esa parte del texto, y extrañamente en Juan no aparece tatuaje alguno en su viaje purificador.
Si la madre tiene como tatuaje una sirena sin cabeza, el padre de Juan ha degollado a esa Amanda de la dedicatoria amorosa que nunca se nos aclara, tal como Jonathan augura al Juan adolescente qué hará y tal como le parece a Juan adulto que ha hecho con Rosa en su delirio de drogas. Pienso que el reiterado canto de las sirenas no sólo nos recuerdan a esa falsa Itaca que resulta ser Belice, sino el deseo de saber más que antes, que es la oferta real de estos seres que conocen ''también cuanto ocurre en la fértil tierra", según sus palabras en la Odisea, y que lleva a Juan a buscar a Rosa Turnaffe que le ha sido pintada como una sirena por su guía Miguel Carón, el barquero recitador de las Escrituras en aguas que ya no son las del beliceño río Sibún sino el Aqueronte. Muchas otras lecturas tiene el espléndido texto en que los tiempos también se contaminan en las tres estaciones en que ha sido dividido y en las que Cielo e Infierno no se diferencian tanto en el largo Purgatorio que emprende Juan en la búsqueda de sus señas de identidad.
Gabriel Pascal diseñó cinco espacios con mínimos elementos. En la estación de la despedida, un austero cuarto con una mesa y dos sillas en que se moverán Juan y su madre, mientras por una puerta podemos atisbar el cuarto beliceño en que Juan adulto, tendido en una hamaca, inicia su viaje interior; para la estación del aeropuerto, la puerta se ha cerrado y dos hileras de sillas de sala de espera sustituyen al anterior mobiliario; para la estancia de Belice, el río con una barca muy poco identificable y la pared con peldaños por donde bajará Rosa en la casa del turco Belzel (casi Belcebú). La excelente iluminación también es de Pascal. Otros apoyos son el vestuario de Adriana Olivera, la sonorización de Gonzalo Macías con una canción de Cole Porter, la coreografía de Rafael Rosales y los tatuajes de Tabú Tatau. Todo ello permite a David Olguín dirigir con un trazo muy limpio y cerrado, con los contrastes que cada escena requiere.
El elenco es excelente. Laura Almela refrenda que es una de las mejores actrices de nuestros escenarios, como la desgraciada madre y la insinuante Rosa -en otra contaminación de la que se podría hablar-, Daniel Giménez Cacho con todos los matices de Juan adulto y bien Rodrigo Espinosa, como Juan adolescente, mientras que Joaquín Cossío se luce en sus tres demonios (tal vez el mismo).