Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 15 de octubre de 2002
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Política

José Blanco

Soberanía y política exterior

Pasará mucho tiempo antes de que la sociedad y los partidos alcancen una plataforma mínima de consenso sobre la política exterior. Como suele ocurrir en México, muchas de las posiciones más tradicionales son defendidas como posiciones "progresistas": así es hoy el pensamiento conservador. Se quiere conservar la tradición, como si el país y el mundo no hubieran cambiado. En el último cuarto de siglo los cambios de México y los del mundo han sido mayores que los de cualquier otro periodo anterior.

México tiene tres décadas de un crecimiento económico rampante y, sin embargo, sus cambios estructurales son muy profundos. El paso de una economía cerrada a una abierta; el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, que ha vuelto más eficiente y competitivo al sector industrial exportador; el gradual desvencijarse del Estado corporativo, la firme institucionalización de la democracia electoral, la alternancia en el Ejecutivo, las nuevas libertades en todos los ámbitos, especialmente en los medios de comunicación, son algunas de las transformaciones más relevantes que definen a otro México.

El TLCAN ha tejido una densa red de relaciones y de intereses económicos de gran magnitud, que se añade a la profunda y amplia red de relaciones económicas y sociales, familiares, México-Estados Unidos, construida a partir de los 20 o más millones de mexicanos que viven en aquel país (una población equivalente a dos Cubas); una emigración histórica que no incluye solamente a los pobres de siempre, sino a mexicanos de todos los estratos socioeconómicos, entre ellos a un número creciente de profesionales, académicos y empresarios mexicanos que hoy viven y actúan en Estados Unidos e interactúan con sus familiares y socios residentes en México.

Los intereses que internacionalmente expresa y expresará México surgen de ese tejido profundo de relaciones estructurales con Estados Unidos. Esa tendencia continuará ampliándose y profundizándose en el futuro, más allá de la forma en que valoremos este inconmensurable hecho histórico.

Las vías que recorrió el país para llegar a ese estatus traerían, como una de sus consecuencia inevitables, un desencuentro diplomático y político con Cuba. Lo que no cancela, por supuesto, los lazos de simpatía que los pueblos mexicano y cubano se tienen. Esos lazos, sin embargo, tienen un peso específico muy reducido, junto a las relaciones diplomático políticas, fuertemente condicionadas o determinadas por la mole inmensa de intereses económicos de todo tamaño. Sólo el comercio México-Estados Unidos es equivalente a alrededor de 15 veces el PIB de Cuba; sólo las remesas que hacen los mexicanos desde Estados Unidos a México representan entre 40 y 50 por ciento del PIB de la isla. Desde esta perspectiva de un mundo donde los intereses económicos son la base condicionante fundamental de las relaciones internacionales, Cuba resulta extraordinariamente poco significativa para nuestro país.

Si México, además, se ha comprometido con la democracia y las libertades de todo tipo: de asociación, de expresión, de reunión, de defensa de los derechos humanos, todo ello montado sobre la red de los intereses económicos aludidos, no hay sorpresa alguna en que México y Cuba transiten por caminos divergentes. Estas realidades contundentes están más allá del estilo diplomático del gobierno de Zedillo o el de Fox con el gobierno cubano, que a muchos en México ha repugnado. Con el más pulido de los estilos diplomáticos, también el desencuentro se hubiera dado: los determinantes estructurales rebasan sin más las voluntades particulares.

La estrategia diplomática de los gobiernos priístas en relación con Cuba tenía dos dimensiones: una, que la hacía posible, la existencia de la URSS; desaparecida ésta, la base de sustentación internacional de esa estrategia quedó colgada de la brocha; la segunda, una estrategia "progresista" apoyada en la doctrina Estrada -elaborada en el contexto de un mundo donde el contenido de la soberanía era uno muy distinto del que puede tener hoy- que servía como parapeto de la dominación política interna priísta, por cuanto esa doctrina de la autodeterminación en los hechos significaba: nadie se meta conmigo, que aquí yo hago y deshago a placer.

Hoy la defensa de la soberanía frente a una única potencia dominante en el mundo -que ha resucitado la big stick policy de Theodore Roosevelt como imperativo moral (de la bestia, del gorila que se impone por la fuerza, para impulsar a los dueños de las empresas de las armas y asegurarse el petróleo)- sólo puede consistir en la defensa de la legalidad internacional mediante todas las alianzas posibles, y de luchar por democratizar esa legalidad que resulta, al mismo tiempo, harto insatisfactoria.

En el asunto de Irak, la posición mexicana no puede ser sino la defensa de la legalidad instituida en la Carta de la ONU para la regulación del Consejo de Seguridad.

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