Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 5 de octubre de 2002
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Capital

Jorge Anaya

Un David sin Goliat

Hay quienes se saben dolorosamente carentes del talento y la voluntad para crear, para construir, para llevar a cabo obras útiles y perdurables, pero que aun así tienen ambiciones: ser famosos, admirados, recordados. El camino que les queda, entonces, es la destrucción. Este aserto reza lo mismo con megalómanos asesinos como Hitler, Ariel Sharon o los Bush que con buitres de los negocios como los que arrasan el Casino de la Selva o vándalos como los que le cercenaron la mano a la Cibeles en Madrid. Por supuesto, a mayor poder, mayor capacidad de hacer daño.

Ejemplo de un personaje semejante es el senador priísta por Morelos, David Jiménez González, cuyo extenso cuanto estéril currículum fue reseñado por este articulista hace algún tiempo. Presidente de la Comisión del Distrito Federal sin más méritos que una gris administración como delegado en Azcapotzalco, vive hoy su momento de gloria, la culminación del indigno afán que lo mantuvo ocupado en los últimos meses: acabar con el proyecto de reforma política que fue aprobado en un consenso sin precedentes por todas las fracciones partidistas de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.

En un primer análisis se creería que este David miraba como su Goliat personal a Andrés Manuel López Obrador. Su innegable fobia al tabasqueño quedó bastante en evidencia cuando, en una reciente intervención a propósito del plebiscito para los segundos pisos, pretendió ironizar diciendo que acaso el jefe de Gobierno creía estar planeando para Macuspana o algún otro municipio de su entidad natal; extraño caso de racismo chilango en alguien que también es originario de un estado de la República.

No hace falta ser fan de López Obrador para concluir que este David habría sido simplemente demasiado poca pieza para él. De hecho, este David ni siquiera habría sido capaz de blandir una honda: más bien es él la piedra lanzada a la frente, no del jefe de Gobierno, sino de toda la población capitalina, en un nuevo ardid, envuelto en un desastrado ropaje legalista, para seguir coartando su capacidad de gobernarse a sí misma.

El verdadero rostro detrás de esta vergonzante conjura, que ni siquiera se atreve a descubrir sus propósitos, quedó revelado en un elocuente primer plano de la fotografía de María Meléndrez publicada en La Jornada el miércoles 2 de octubre: el gesto imperturbable, levemente socarrón, y la mano bien en alto de Manuel Bartlett, el coordinador de la fracción priísta en el Senado, quien con clásica hipocresía mantuvo un bajo perfil sobre este asunto, dejando que los ataques de la oposición se centraran en quien no era sino el muñeco manejado por el ventrílocuo artífice de la tristemente célebre caída del sistema, maestro éste sí en el triste oficio de abortar las esperanzas de los pueblos.

ƑQué sigue ahora? Los pobladores de Washington, sede de los poderes federales estadunidenses, se alcanzaron el 4 de julio pasado la puntada de pedir a la Corona británica que los acogiera en su seno para ver si así recobraban el derecho de gobernarse a sí mismos -por ejemplo, manejar su presupuesto, su policía-, que perdieron al crearse el pacto federal. Claro que aquí ni como gesto simbólico se le ocurriría a nadie recurrir a España, cuya tradición despótica está hoy encarnada, pese a las formalidades democráticas, en el gobierno ultraderechista de Aznar.

La posición legalista adoptada por la Suprema Corte de Justicia respecto de la reforma indígena gubernamental tampoco permite depositar muchas esperanzas en una posible controversia constitucional interpuesta por la Asamblea; tal parece que, tratándose de un desafío directo a los poderes constituidos, el máximo tribunal toma partido por el establishment del que a final de cuentas forma parte.

Convocar a la población capitalina a pronunciarse sobre la reforma política sería una bella forma de dar un uso digno y trascendente al plebiscito, esa figura democrática que el capricho de un gobernante desgastó en busca de legitimidad para un proyecto de ingeniería que tenía decidido de antemano. No es que uno suponga con candor que basta la voluntad expresa del pueblo para que los detentadores del poder se hagan a un lado -de ser así, la espuria reforma indígena no estaría en vigor-, pero al menos permitiría ver en toda su magnitud el reclamo de una ciudadanía a la que el temor del status quo se empeña, haciendo uso de instrumentos deplorables, como este David sin Goliat, en mantener en la minoría de edad.

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