Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 2 de octubre de 2002
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Política

Arnoldo Kraus

Elegía a la indignación

El epitafio idóneo para cualquier ser humano que haya hecho un "mínimo" repaso de los avatares de los siglos xx y xxi podría ser "murió indignado". O, quizás, "falleció sumido en la desesperanza". O, si el escepticismo molecular hubiese sido parte de sus "lecturas de vida", la lápida podría llevar la siguiente inscripción: "Qué suerte haber partido. El ser humano no tiene remedio". En el caso de luchadores sociales o miembros de algunas organizaciones no gubernamentales, se me ocurre otro: "La realidad superó lo imposible. La justicia es entelequia y el ser humano el peor enemigo del ser humano".

La indignación es una cualidad que debería ser innata en las personas. Una cualidad difícil de definir y que escapa la "enseñanza formal" -aquella que se da en las aulas, en las iglesias, en los partidos políticos o incluso en las casas. La ira se aprende en la calle, al leer el periódico o en algunos canales de televisión -no en Televisa. Se mama, por imitación, en algunas casas, con los amigos, con algunas lecturas o al escrutar el presente de las mayorías. Se palpa también cuando la Naturaleza -temblores, huracanes, sequías- golpea y mata a los más pobres o cuando los indocumentados mueren en los desiertos estadunidenses. Se vive cuando la injusticia domina, cuando la impunidad prevalece, cuando el silencio es cómplice y cuando se miente más de lo permisible. La cólera debería ser parte "de uno", sobre todo cuando en los jóvenes desaparecen moral, bondad o la capacidad de asombrarse y enojarse. Aflora cuando prevalece el mal sobre el bien y la enajenación sobre el cuestionamiento.

La indignación es una forma de ser. Una forma de ser que enfoca las nociones optimismo y escepticismo mediante los goznes de la realidad y de los prismas que de la cotidianidad deben hacerse a partir de la injusticia y la pobreza. La indignación no tiene que ver con la culpa que acompaña algunas religiones, sino con un estado de conciencia y exégesis emanado de la inmensa masa que conforma la realidad. Se asocia a la conciencia que une indignación y la necesidad de cultivar ideas como desobediencia y compromiso. Indignarse en estos tiempos, y sobre todo en países como el nuestro, es una forma de estar vivo. Los brazos "naturales" de la indignación son la piedad, el encono contra la injusticia, la memoria contra el olvido, el reclamo contra el poder. En cierta forma la indignación podría ser parte de cualquier tratado teológico, pero, a diferencia del segundo, la primera debe generar movimiento y dudas suficientes para restar fuerza a cualquier forma nociva de poder. Del poder que pretende definir el peso y las circunstancias de la realidad y restarle valor a la indignación y valores similares.

La indignación, en muchos sentidos, debería ser una urgencia moral, un bastión para luchar contra el "sinsentido" que prevalece en muchas sociedades. Y también una semilla para que florezca la desobediencia: Ƒno son suficientes Chiapas, Jorge G. Castañeda, el Pemexgate, los indocumentados o la libertad en la que viven tantos políticos mexicanos en el extranjero? No huelga recordar que para el mito griego de Prometeo la civilización humana se basa en un acto de desobediencia. La simple y llana realidad es el puente que lía los eslabones entre indignación, ética y desobediencia, mientras la conciencia es la que conjuga y da vida a los binomios: indignación como fuente de desobediencia, indignación como compromiso ético y desobediencia, y ética como deber hacia la verdad.

La indignación, dice Aurelio Arteta, "es un afecto que acompaña a la justicia y que goza en la actualidad -como la admiración- de un menguado prestigio que la sitúa muy próxima a la intolerancia". Si pensamos en la intolerancia que se esgrime contra el conformismo, contra el poder, contra la opresión, contra las muertes por despojo, Arteta, por supuesto, tiene razón.

La indignación y los hechos que emerjan de ésta -decir no al poder, cuestionar, no callar- son una forma de libertad. Fromm decía que "la libertad y la capacidad de desobediencia son inseparables". Lo mismo puede decirse de la indignación: el ser humano no es libre si no tiene la capacidad de irritarse ante las embestidas políticas y sociales. Por eso, basándonos en el principio "hay que dudar de todo" y en la fuerza de la cólera, el epitafio idóneo para las criptas de los males contemporáneos -siempre pienso sobre todo en nuestros gobernantes- podría decir: "Aquí yacen los restos de unos políticos indignos".

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