Hermann Bellinghausen
El color de la noche
Acuclillado sobre el montículo más próximo a la cara afeitada del atardecer, Calucas esperó con ojos inmóviles el momento final del día. Lo que llegó no era oscuridad, pues un no sé qué de claro les brotó a los campos. De las nubes caía una pedacera de luna oculta en lajas tenues de luz.
Los contornos del horizonte eran baile puro. El viento, astral. Los caballos, visibles por el negro repercutir de sus cascos alejándose a trote hasta perderse. El ensodecedor silencio subió de tono.
Calucas sintió otras manos al alcance de las suyas, y parpadeó ante lo insólito de tal simpleza.
-Llegamos un poco alto- dijo, con la mal disimulada pena de los que sienten haber exagerado en algo.
La fila que lo acompañaba aún buscaba penosamente algo parecido al resuello. Subieron y subieron durante horas, siguiéndolo, y él, sin decir palabra, los vino apurando con gestos de impaciencia todo el trayecto. Ahora que ocupaba el último montículo de la colina junto al risco, el peor para descansar, Calucas parecía una estatua.
La primera en capturar oxígeno suficiente para unir pensamiento y voz fue Constanza la menor.
-ƑUn poco? Más arriba, sólo los zopilotes y las harpías.
En el mismo orden que marcharon en hilera lo que duró el ascenso, los demás se acomodaban en las motas de pasto blando que salpican los alrededores rocosos de la cumbre.
Alexia la mediana, haciendo a un lado al pobre de su novio Grimaldo, se abstuvo de tomar asiento y así, de pie, cantó espontáneamente frente al precipicio que la penumbra había disfrazado. Un aliento le subió a la hondura, de los contornos del barranco al trazo en el lóbulo donde el cerebro traduce las imágenes. Alexia la mediana extraía una melodía del último recodo de su cansancio. Llamadora de cabras parecía.
ƑPor qué lo seguía esta gente? Calucas de guía no tiene nada. Nada. Rondero y Caspio, quienes al salir juraron no quejarse, pusieron cara de fastidio ante el fin de la subida y las inmovilidad que pareció invadir al resto, miraron con recelo el entusiasmo de Constanza la menor, pero mantuvieron el pico cerrado.
En cambio Rina, la mayor de las Íñiguez, externó su "güey, qué-les-pasa", de larguirucho desencanto, tipludo, aflautado. Sofoco. Lo demás rieron con trabajos. Calucas no, y mirando al cielo habló como a solas:
-Así que éste es el color de la noche.
Alexia la mediana siguió cantando, pero bajito, balbuceos, palabras a medio decir. La claridad bañante y reinante producía la ilusión (óptica) de que se tiene vista nocturna. Constanza, con franqueza de joven, desabotonó su capa y dijo, declamatoria, evitando por completo el habla coloquial.
-Venga a mí la bruma y punto. Que me visite donde más me oculto. Que me abrigue de tanto frío. Ya me puede devorar la niebla. Acepto.
Rondero y Caspio le miraron de reojo con cara de "qué pedante niña".
Inmerso en soledad, Calucas trataba de mantener su inteligencia dentro de los espacios de la ternura, lo cual es considerado como una ridiculez poco inteligente. Comprendió la vehemencia de la menor de las Íñiguez.
Llenos sus ojos de vacío azuloso, pálido de distancia, temblaba intermitente, pues sentía igual que Constanza, aunque se percató mucho tiempo después. ƑCuánto es mucho? Siempre y cuando no sea demasiado, nunca es tarde. Siempre y cuando.