entrevista con José Luis Cuevas Cuevas y el cine
"El cine fue parte de mi educación sentimental." Con esta frase, compartida por toda una generación de escritores, artistas plásticos e intelectuales, abre José Luis Cuevas esta conversación con Marco Antonio Campos, en la que el primero nos descubre no sólo su pasión por la pantalla grande, sino lo indisoluble de su larga relación con el séptimo arte, sus hacedores y sus disfrutadores, de los cuales él mismo se cuenta entre los más entusiastas. Quizá, después del dibujo y la pintura, el arte del que José Cuevas se siente más próximo es el cine. Dueño de una vasta memoria, es capaz de repetir en una conversación numerosos elencos y escenas de películas del cine mudo de las primeras décadas del siglo xx y de las sonoras de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Ha sido asimismo amigo de numerosos cineastas, actores, actrices, fotógrafos y guionistas. Por lo que he oído y he leído desde muy niño se aficionó usted al cine. El cine fue parte de mi educación sentimental. Desde niño iba a ver películas mudas en un cine de San Juan de Letrán llamado Cinelandia. Eran películas cortas de los grandes de aquella época irrepetible: Buster Keaton, Charles Chaplin, Max Sennet, Harry Langdom, los Keystone Cops. La gente reía mucho con las escenas, pero a mí, en cambio, me causaban angustia. Me agarraba de los lados de la butaca, más aterrado que divertido. Una vez en Los Ángeles hice una exposición en la Galería Sylvan Simone, la cual fue un homenaje al cine antiguo estadunidense. Fue una manera de dar las gracias a un arte que me dio una manera de ver las cosas. El prólogo al catálogo lo escribió Carlos Fuentes. El propio Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Monsiváis, Gutiérrez Vega, yo mismo, acaso toda nuestra generación, se formó en los cines. Tal vez fue más una afición de escritores que de pintores. El cine fue para nosotros una marca y una revelación. ¿Y algunos temas de su pintura le vienen del cine? A veces se ha escrito que el tema de la prostitución nace en mi obra por la influencia de Toulouse Lautrec y José Clemente Orozco; definitivamente no; surge de dos vertientes: una de imágenes de la vida diaria, y otra, del cine francés y del mexicano. Yo vivía en el centro de la ciudad, en los altos de una fábrica de papel, en el Callejón del Triunfo. El callejón aún existe. Sobre las aceras de Fray Servando Teresa de Mier (se llamaba entonces Cuauhtemotzin), pululaban a todas horas las prostitutas en una suerte de zona roja en movimiento. Una vez, muy niño, caminando por Fray Servando, pregunté a mi nana Lupe: "¿Qué hacen aquí estas señoras siempre paradas?" Me contestó: "Niño no preguntes: son putas." Tiempo después busqué en un pequeño diccionario qué significaba puta, y decía prostituta. Busqué prostituta, y decía ramera. Busqué ramera, y decía hetaira. Me quedé en las mismas. La segunda vertiente fueron las prostitutas que salían en películas del cine francés y el mexicano. Baste recordar que Santa, la primera película mexicana hablada, basada en la novela de Federico Gamboa, es la historia de una puta. Desde luego el tema lo desarrollé más tarde yendo a burdeles ínfimos y a calles, como las del Órgano y las Vizcaínas, donde rondaban las prostitutas baratas. ¿Y a qué cines iba en los años cuarenta? A los del centro de la ciudad: el Imperial, el Palacio, el Cairo, el Colonial, el Edén, el Alameda, el Regis, el Teresa, el Princesa. Casi todos desaparecieron o se volvieron cines de mala muerte. Para el desarrollo de mi gusto por el cine fue muy importante en esa época la tía Rebeca, una tía medio loca pero genial que vivía con nosotros en los altos de la fábrica de papel, y quien era una fanática del cine francés. Mi tía padecía insomnio y daba gritos espantosos en la noche. Yo que soy insomne, sé lo horrible que debió sentirse. Por el día a la tía Rebeca le encantaba andar en la calle manejando su auto Willis, pero era un riesgo letal: los nembutales que tomaba le empezaban a hacer efecto cuando subía al coche. Yo la acompañé muchas veces. Como se iba quedando dormida terminaba yéndose a estrellar contra otros coches y subiéndose a la banqueta. Pese a que en las calles de Ciudad de México en ese entonces había escaso tráfico ella tenía una puntería notable. Para mí era divertidísimo verla chocar contra otro automóvil, subirse a la banqueta y huir aceleradamente, una y otra vez; mi tía me hacía vivir en la vida real lo que veía en las películas mudas. Otro tema muy importante en mi obra de dibujante y de pintor ha sido la locura. Desde la infancia ya estaba. Me lo dio el trato con mi tía Rebeca. Luego lo desarrollaría en los años cincuenta en mis visitas al manicomio de La Castañeda en el barrio de Mixcoac. Le debe entonces a su tía el inicio de su afición por el cine francés. Asistíamos al cine Imperial, situado muy cerca del Colegio de Niñas, por donde está aún el Reloj. Yo la acompañaba cuando las películas estaban clasificadas para niños. Su actor preferido, su gran amor de entonces era Charles Boyer. Cuando Boyer se fue a Hollywood no por eso perdió la fidelidad de mi tía Rebeca, a quien la vi emocionarse, por ejemplo, con películas como El jardín de Alá, donde Boyer actuaba al lado de Marlene Dietrich, y Napoleón, donde actuaba al lado de Greta Garbo. Y puedo asegurar que mi tía Rebeca siguió siéndole fiel a Boyer, pese a que cada día se ponía más calvo. Pero lo que más me atraía del cine francés eran las películas prohibidas. La primera que vi, un poco sobresaltado, fue La caza del maltés, con Vivianne Romanoe, Louis Jouvet y Marcel Dalio. Me encantó también El muelle de las brumas, de Marcel Cainé, donde actuaban los ojos bellísimos de Michéle Morgan. El guionista era Jacques Prévert. Usted ha recordado otras veces a algún amigo de su abuelo que tenía que ver con el cine. Mi abuelo era muy viejo y nosotros muy niños. Los domingos mi abuela recibía a muchos de sus amigos viejos. Para mí era turbador ver en esos años cómo los viejos iban muriéndose u oír cómo traían las noticias de sus muertes. Al que más recuerdo era a un señor Espinoza quien contaba una historia que ignoro aún hasta qué grado era cierta. Él decía que era medio hermano de Max Linder, un famoso cómico del cine mudo francés, a quien Chaplin reconocía como el gran maestro de sus primeras películas. Linder aparecía en escena muy elegante, con su sombrero de copa, como lo haría Chaplin antes de que desarrollara el personaje del vagabundo. Espinoza hablaba de lo mucho que se trató con su medio hermano cuando ambos eran niños. Con él me parecía estar asistiendo en vivo a un momento de la historia del cine. ¿En qué momento descubre el cine? Cuando tenía poco de haber dejado de ser mudo pero aún en blanco y negro. Cuando pienso en una película la imagino en blanco y negro. ¿Y sus tipos de mujer se los creó el cine mexicano? Primero el cine francés y luego el cine mexicano. A mí me han fascinado las mujeres en sus extremos: la puta y la madre con aire maternal. Pero también para esto debo volver la mirada hacia la infancia. Le cuento. Cuando nos cambiamos al barrio de la Roma, entré a estudiar a la Benito Juárez, una escuela de gobierno. Viví entonces una historia como la de Las batallas en el desierto, aún antes del periodo de Miguel Alemán, cuando ocurren los hechos de la novela breve de José Emilio Pacheco. En efecto, me enamoré de la madre de un compañero de la escuela que vivía en la calle de Manzanillo, vecinos, por cierto, de Rafael F. Muñoz, el autor de novelas y cuentos notables de la Revolución. Desde luego la señora tenía cara de mamá. Iba a jugar a esa casa con mi hermano Alberto y mi hermana Guadalupe, pero mientras mis hermanos se dedicaban a jugar con los niños de la casa, yo me quedaba en la sala, donde la mamá, sentada en el sofá, oía la radio y tejía. Yo me recostaba sobre sus piernas, y ella acariciándome, me decía (ignoraba la perversidad de mis pensamientos): "Ay, cómo me quieres. Qué bueno eres conmigo." Es algo que aún recuerdo muy intensamente. ¿De niño pensó ser actor? Tenía grandes aptitudes para la actuación. Actuaba en las fiestas y me aplaudían mucho. Era un muy buen imitador de los actores de la época. Una de mis mejores imitaciones la hacía de Fernando Soler cuando actuó en El verdugo de Sevilla. Después imité muy bien a un cómico argentino, Luis Sandrini, quien era muy popular en México, y que aún trabajó en una película mexicana muy divertida titulada La casa de los millones. Sandrini se parecía un poco en su manera de actuar a Eddie Kantor. En la Benito Juárez solían filmarse películas. Allí se filmó, por ejemplo, Madre querida, de Juan Orol, un melodrama excesivo. Cuando yo estudiaba allí el libro de lectura en clase era Cuore (Corazón, diario de un niño) de Edmundo de Amicis. Los niños llorábamos al leerlo. ¡Cuántas veces el maestro no me pasó al estrado a leer pasajes y cuántas veces no se me quebró la voz! Un día del año de 1940 llegué a mi escuela y encontré que filmaban Corazón de un niño (cambió ligeramente el título) basada en el libro de Amicis. El director era Alejandro Galindo, quien después sería mi amigo, y que alcanzaría una fama relevante con películas arrabaleras notables como Una familia de tantas, Campeón sin corona y Esquina bajan. Yo veía con mis ojos de niño el movimiento de la gente de las cámaras. Veía a Domingo Soler, de la gran dinastía familiar, quien actuaba como el maestro. Se adaptaba a la realidad mexicana la versión italiana. Me acerqué a Galindo y le dije que me emocionaba mucho ver la filmación. Me preguntó si quería aparecer en la película. "Tú has leído el libro, y el libro, como sabes, es sobre un niño proletario. Ven mañana y haré que aparezcas." Llegué a la casa y se lo conté a mi madre, quien me dijo que debía ir muy bien presentado. Al otro día me puso la ropa de domingo y me fijó (así se hacía entonces) el pelo con limón. Llegué a la escuela con mi pantalón corto y mi chaleco a rayas. De pronto me di cuenta que estaba fuera de tono, porque la historia era de un niño muy pobre. Pese a que Galindo dudó al verme bien vestido, me puso en primera o segunda filas en las escenas de clase, pero sin hablar. Por cierto, el cómico Andrés Bustamante, Ponchito, me mandó la película hace poco. ¿Y cuándo volvió a actuar? Hasta los años sesenta. Aparecí mínimamente en En este pueblo no hay ladrones, de Alberto Isaac. Tuve un bit, un pequeñísimo papel. El filme empieza conmigo. Traigo una gorra de beisbolista. Es la escena de un pleito en un billar, donde varios me atacan y me tiran al suelo. Para la escena tuve que aprender un poco de carambola. Como se recuerda, en la película aparecen también Buñuel, Rulfo, García Márquez y Leonora Carrington. García Márquez la hacía de proyectista. Los actores principales eran Julián Pastor, que debutaba, y Rocío Sagaón, una bailarina de esos años. Una anécdota curiosa: una vez en Valle de Bravo vi anunciada la película en un cine de barrio, pero en los cartelones quienes aparecíamos como actores más resaltados éramos García Márquez y yo y no Julián y Rocío. Desde luego me saqué una foto junto al cartelón. Aparecí también en Los días del amor, del mismo Alberto Isaac, donde salgo en una escena con el caricaturista Abel Quezada, cuñado de Isaac. Trabajé también como extra en Las visitaciones del diablo, basada en una obra de Emilio Carballido, donde hice también los dibujos para los créditos. Luego me dieron un rol más importante en Los amigos, que dirigió Ícaro Cisneros, un buen amigo que ya murió. En la película salía de mí mismo, que es como actúo mejor. Había una secuencia donde recibo a un crítico de arte, que viene a ver mi obra. Un hecho curioso: por esos días visitaba México el crítico de arte cubano José Gómez Sicre, quien leyó en un diario que yo actuaba en el filme. Fue a verme, e indignado me reprochó que me preocupara más en hacerme publicidad que en dedicarme a mi obra. Acepté su regaño pero le hice ver que no podía dejar plantado al director. Y hábilmente le reviré la cosa: "Mira le dije, mañana va a haber una escena donde recibo a un crítico de arte y nadie mejor que tú para ese papel." "¡Cómo crees!", repuso, pero yo insistí diciéndole que él era el actor ideal porque era un crítico de arte y quien mejor conocía mi obra. Nadie y nada mejor para hacer más realista la escena. Al día siguiente Gómez Sicre se apareció por el estudio, donde yo dibujaba a una hermosa modelo que posaba semidesnuda. El diálogo, divertido por lo absurdo, era más o menos el siguiente: "José Luis, espero que hayas terminado esa obra que vas a mandar a Francia, porque es muy posible que ganes el premio del Salón de París." "Sí, trabajo mucho, y ya tengo la obra hecha." "No cabe duda que tus facultades de artista no disminuyen nunca. Créeme que estoy verdaderamente emocionado viendo esta obra fantástica." "Así es." Gómez Sicre acabó yéndose indignado y molesto, pero creo que su indignación habría crecido de haber sabido que le doblaron la voz para hacerlo hablar como mexicano. ¿Nunca le ofrecieron un estelar? ¡Cómo no! Tiempo después, sin ponerse de acuerdo, me vinieron a ver en un margen de cuatro días tres directores distintos: Miguel Zacarías, Rafael Baledón e Ismael Rodríguez. Zacarías vino a mi casa y me trajo el guión. Iba a actuar al lado de Sasha Montenegro. Mi personaje era el de un pintor. Me hizo una sinopsis. La historia ocurría a principios del siglo xx. Todo era magnífico, menos una cosa: en ese momento yo estaba preparando una exposición para una galería de Nueva York. Don Miguel insistió pero no doblé las manos. Al día siguiente vino a la casa Rafael Baledón, que había sido actor y se había convertido en director de cine. No le conté que me había venido a ver Miguel Zacarías. Me propuso una historia del español Julio Alejandro, quien era un buen guionista y había colaborado con Buñuel en Viridiana. La película se llamaba El hombre del puente y yo haría el papel protagónico. "Desde que leí el guión me pareció una historia dibujada para ti", me dijo Baledón. Contraargumenté como lo hice con Zacarías. Me insistió mucho diciéndome que yo había expuesto muchas veces y nunca había actuado en un estelar en el cine, pero no doblé las manos. ¿Y nunca actuó en teatro? No, aunque tuve muchas ofertas. Rafael López Miarnau, un notable director español, vino a verme una vez a la casa con María Rojo. Me dijo que iba a poner una obra de la época del teatro realista estadunidense, cuando hubo grandes dramaturgos como Tennessee Williams y Arthur Miller. Era una pieza de Jason Miller, Tiempo de campeones. Actuaban, entre otros, si mal no recuerdo, Héctor Suárez, Héctor Bonilla y Gonzalo Vega. Traía el libreto en la mano y me dijo que uno de los personajes lo había visualizado para mí. "Mira, se abre el telón y apareces tú en una casa, donde estás reuniendo a tus amigos, que no se ven desde high school, cuando formaban un equipo de futbol americano. Es una reunión de grandes vencidos por la vida. Tú estás en la cantina y les preguntas a los amigos que qué quieren beber." Riendo le dije que eso no podía hacerlo. Contrariado, Miarnau me preguntó por qué. Porque nunca lo he dicho en la vida real: nunca he bebido y menos voy a saber preparar bebidas. Y no aceptó. Pero sí puedo decirle que si bien no actué en teatro, Carmen Boullosa me hizo personaje en una pieza suya. Usted me acompañó en los años ochenta a presentar el libro en el bar de El Hijo del Cuervo en Coyoacán. De la gente de cine que conoció a lo largo de los años, ¿quién sería el que más lo impresionó? Quizá Luis Buñuel. Lo conocí hacia 1950 cuando lo fui a dibujar, pero la amistad sólo se dio varios años después. Cuando nos volvimos a encontrar me dijo un cumplido muy gracioso: que no había querido escribir notas desde entonces en la libreta porque quería dejarla intacta con mi dibujo. Recuerdo una vez, hacia 1962, cuando yo estaba haciendo en París una serie de grabados; él filmaba El discreto encanto de la burguesía. Telefoneé al hotel LAiglon, situado en Boulevard Raspail, donde solía hospedarse desde su juventud. Me invitó a los estudios Villancourt (allí había filmado hacía más de treinta años La edad de oro). En un descanso de la filmación nos fuimos a una cafetería de los estudios. Nos acompañaban Fernando Rey y la bellísima Delphine Seirig, a quien yo había conocido casada con un pintor abstracto estadunidense en Nueva York. Al regresar a Francia (se aburría en Estados Unidos) Delphine filmó con Alain Resnais El año pasado en Marienbad, un clásico de esos años. Como siempre, Buñuel me criticaba mi ausencia de vicios: "A José Luis lo estimo mucho, pero a veces desconfió de él porque no bebe." Buñuel venía a menudo a mi casa. Era un hombre lúcido, simpático, con una salidas muy ocurrentes. Quizá la última visita que hizo a alguna casa fue a la mía. Vino a comer. Estaba también Fernando Césarman, quien había escrito un libro, El ojo de Buñuel, desde una perspectiva psicoanalítica. Berta, mi mujer, estaba haciendo en ese tiempo entrevistas; al terminar de comer le propuso una a Buñuel. Cosa rara, aceptó. La entrevista se publicó en Sábado de unomásuno. A Buñuel le gustaba contar que en Hollywood los grandes directores le dieron una gran recepción. Lo decía con sincera modestia. Hay una foto famosa donde aparece retratado, entre otros, con Alfred Hitchcock, Georges Stevens, William Wyler y Billy Wilder. "Pero, don Luis, si usted es más importante que ellos", le decía. Lo bueno es que Hitchcock no me oía. Lo que me extraña es que habiéndonos visto tanto, de que haya venido con alguna frecuencia a la casa, no me mencionó una sola vez en su libro de memorias (Mi último suspiro). Al que sí mencionó fue a Gironella; todavía me preguntó por qué. Pero por mi trabajo como jurado de los Arieles hice buena amistad con numerosa gente del cine. Pertenecí a la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas; supongo (no estoy enterado de mi renuncia) que todavía pertenezco. Eso me llevó a tratar a gente como Gabriel Figueroa, a quien le encantaba contar infinidad de anécdotas; a Dolores del Río, que fue mi madrina de bodas. Traté desde las rumberas y cabareteras como Rosa Carmina, Ninón Sevilla y Tongolele, hasta actrices como Lucía Méndez y Edith González, pasando por Irma Serrano, Angélica María. Acuérdese que en una comida en mi casa en 1986 Rubén Bonifaz Nuño conoció a Lucía Méndez y luego escribió un pequeño libro de sonetos (Pulsera para Lucía Méndez). ¿Y el cine actual? Hace años que no me paro en un
cine. Desde que se multiplicaron esas pequeñas salas aberrantes
uno no puede ver nada: la gran pantalla la tienes enfrente, los sonidos
son horribles y las luces son pésimas. Para colmo sólo pasan
películas de una violencia brutal e inútil y las tramas no
tienen ningún interés. En vez de gozar una película
sólo sales con dolor de cabeza.
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