Adolfo Sánchez Rebolledo
El mundo es un poco peor
De este primer aniversario del 11 de septiembre qué más puede decirse si no es que el mundo es un poco peor de lo que ya era antes del vil ataque terrorista en Washington y Nueva York. Cierto, Estados Unidos gracias a sus bombas inteligentes de última generación borraron literalmente del mapa a los harapientos talibanes afganos, aunque no atraparon a Bin Laden, lo cual empaña su victoria inicial, pero consiguieron que en nombre de la libertad y la civilización occidental el planeta entero se plegara a la lógica del miedo que justamente alienta al terrorismo. Y en esas estamos.
Mucho se ha escrito desde entonces sobre la clausura de una época que ha visto caer, junto a las torres gemelas, ideas caducas en torno a la seguridad y el poderío militar, las visiones estratégicas y geopolíticas que ordenaron las relaciones internacionales bajo el presupuesto ideológico del "fin de la historia", las nociones que daban por un hecho indiscutible la preminencia de Occidente sobre otras civilizaciones, a las cuales les quedaba como único destino posible y deseable plegarse a la globalización, pero no se insiste tanto en lo que no ha cambiado en el stablihsment estadunidense: las pretensiones hegemónicas de su Estado, cuya razón última se encuentra, multiplicada y potenciada por el cambio científico y tecnológico, en el siempre renovado maridaje del poder con la economía que determina la política universal de la primera potencia.
Cuando Estados Unidos reclama para sí el privilegio de actuar contra "el terrorismo" en el momento y lugar más convenientes, siguiendo sus propias determinaciones de seguridad y sin guardar siquiera las formalidades que la diplomacia y el buen sentido exigen, echan por la borda toda pretensión de que el mundo moderno sea esa comunidad de intereses que la globalización debía elevar a un nuevo nivel de entendimiento. No queda espacio para pensar siquiera en formas supranacionales de justicia y gobierno, pues en definitiva mientras al resto del mundo se le pide enterrar al viejo Estado nacional premoderno, la mayor potencia del orbe afianza y confirma al nacionalismo como una doctrina absoluta, que se expresa lo mismo en la negativa a suscribir el acuerdo de Kyoto, en el rechazo a la Corte Penal Internacional o en la decisión unilateral de iniciar una nueva guerra contra Irak si así conviene a los intereses de la elite gobernante estadunidense.
Esa es la realidad a un año del 11 de septiembre. El dolor por la tragedia cede ante la incertidumbre, pues la historia inaugurada por el terrorismo está muy lejos de terminar. Por lo pronto, Estados Unidos ha conseguido que algunos gobiernos europeos disientan sobre la urgencia de emprender la nueva aventura en Oriente y, son muy conocidos los argumentos de los países árabes contra un próximo ataque a Irak. Pero nada de eso parece conmover al presidente Bush, quien, envalentonado por el efecto de la victoria inicial contra los talibanes, se apresta a cumplir con la tarea que su padre no pudo completar: ganar la guerra y llevarse el botín que esa vez se les escurrió de las manos: el control sobre el petróleo iraquí, que sigue siendo la piedra de toque en la construcción de este "nuevo orden internacional". En eso Estados Unidos no cambió tras el 11 de septiembre.
Pero los estrategas que conducen esta guerra universal contra un enemigo invisible confían demasiado e irresponsablemente en que los ciudadanos del mundo, comenzando por los de su propio país, no sepan distinguir entre el rechazo incondicional y unánime a los métodos del terrorismo y las manipulaciones de sus gobernantes para alcanzar fines que propiamente son ilegítimos. De la arrogancia del presidente Bush y de sus más cercanos colaboradores nada puede esperarse, y otra vez veremos en la pantalla del televisor escenas de muerte y desolación, el espectáculo de la "guerra por la libertad" que sigue al terrorismo, que por otros medios también nos anula como seres humanos.