Ramón López Velarde Completamos
este número dedicado a Francisco González León de
modo inmejorable, con dos textos de Ramón López Velarde,
que presenta al autor laguense a la ponzoñosa celebridad. Lo hacemos,
entre otros propósitos, para que deje de tener vigencia el escaso
conocimiento acerca de la obra de González León, del que
ya se lamentaba el autor jerezano hace nada menos que ochenta y cinco años
maquetas
y megalomanías
Tales son los títulos de los volúmenes, en verso, de Francisco González León, de quien publicamos en nuestro número pasado* algunos poemas inéditos. Esta nota bibliográfica se desvía afectuosamente de los volúmenes mencionados, para consignar algunos de los caracteres de González León y de su obra general. Escasamente conocido aquí (apenas si publicó algo en la Revista Moderna), González León vive como un ermitaño en Lagos, Jalisco. Peina los cincuenta, entregado a la farmacia. Su juventud, según he sabido, fue de zambra y de ilusión. Por su clausura actual, clausura de celda, han de divagar el presumido golpe de las tijeras de sastres difuntos, la risa de más de una actriz dadivosa y un insistente son de vihuelas. Todo en vano. Un pardo clericalismo es quien manda. Su obra es moderna, por el alma. Hondo y atingente, González León, en mi sentir, no es inferior al temperamento de Nervo. Y juzgo que el temperamento del ermitaño de Lagos aventaja al de ciertos poetas nuestros de los conceptuados como primates. Su ejecución es desmañada. Ello no me resfría. Más bien me halaga, como la flora silvestre que abraza los muros de un templo, lejos del Arzobispado de Guadalajara. Quizá un día pueda yo ocuparme con la extensión debida de este poeta, a quien estimo consanguíneo y a quien ruego me perdone de haber violado sus retiros, por presentarlo a la ponzoñosa celebridad. Pegaso, México, 31 de mayo de 1917. * Se refiere a la edición de Pegaso del 24 de mayo de 1917.
Una vez más escribo sobre el poeta aristócrata, simple, original y monástico. Ahora, con alguna mayor extensión que antes. Y llevo la pluma por el papel con el fácil deleite con que, en días de colegiatura, nos asomamos al pupitre vecino a mirar las frutas condiscípulas que hurtaban Pedro, Juan o Francisco. ("Decid, niño, ¿cómo os llamáis?") La simplicidad de González León no es constante, como la de Francis Jammes, sino una simplicidad con paréntesis laberínticos. Es simple por certero y laberíntico por hondo. Su certera simplicidad lo faculta para decir que unas manos "exhalan el aroma de un lápiz acabado de tajar". Y su agudeza de minero lo faculta para ir descubriendo yacimientos de fábula. Es, conjuntamente, la flor a la intemperie y el metal soterrado. Después de esto, importa poco que su versificación, arbitraria con frecuencia, disuene a los oídos de los profesionales y de los legos. Es también monástico. La juventud licenciosa y fastuosa se ha convertido en una sensible cicatriz que se refugia en el ópalo de la tarde. Vistamos estameñas, porque no somos ya más que cicatrices que conjugan la desesperanza y el desamor. La sustancia de la vida se ha compuesto con un prefijo negativo... Tal parece murmurar, breviario en mano, el dolorido colega, para confusión de gramáticos y psicólogos: "Más que un beso, prefiero una mirada..." Sí, quizá lo declara sinceramente; pero cabe siempre el temor de que la platónica preferencia se explique porque los labios, hoy clericales, de clero regular, hayan, en el siglo, esculpido gratas arcillas, como esculpirá un recental... o Marco Antonio. (¿Qué hará, en este momento, la conocida de talle azul que me ha hecho pensar a la vez en los becerros y en los triunviros?) La aristocracia de González León se aplica a cosas nuestras, a cosas patrias. Él ha puesto su alcurnia al servicio de lo mexicano, acaso sin deliberación especial. De cualquier modo, su tarea se suma al esfuerzo del arte criollo, tema en que yo he insistido, en diversas prosas. Quienes alimenten prejuicio verán, en más de una página de este libro, cómo lo típico puede tratarse por un estro linajudo. La inopia no está en los asuntos, sino en la mente de muchos que lo han abordado en el verso, en la novela, en el teatro. Su originalidad es la verdadera originalidad poética: la de las sensaciones. La razón pura (con la que algunos han querido, en vano, versificar) hállase lejos de su temperamento. En este aspecto, ha sido él más afortunado que otros de celebridad continental [...] González León nunca se ha desviado, él sabe que la poesía es el pasmo de los cinco sentidos, y para ellos trabaja. La originalidad, en mi concepto, es el sexo mismo del poeta, y, por ello, no puedo dejar de encomiarla cuando la encuentro, neta y pródiga, como en este monje de emociones intermedias. Todas las prensas de todas las latitudes vomitan a todas horas millones de libros, y cuando sobre ese desbordamiento se marca una originalidad igual a la de González León, inclínase uno a disculpar la existencia de los eunucos, de los copleros con cetro de bufones, que se exponen, desvalidos y vacíos como ceros, a la garra de los monstruos de ayer y de hoy, a la amenaza latente de los monstruos del porvenir. Este prólogo a Campanas de la tarde se escribió el 1 de agosto de 1917y apareció en México Moderno en 1922. |