José Cueli
Nada de nada...
En el relampaguear de los bordados del traje de luces herido por la resolana de las tardes novilleriles pasadas por agua, a los acordes de la música del pasodoble, desfilaron las cuadrillas bajo el dosel grisáceo del cielo, presas de la alegría nerviosa, hecha de inquietud y esperanza, de quienes, tras la lucha, llegaron a la Plaza México, en medio de sobresaltos y presentimientos.
El público recibió a los novilleros con aplausos; las niñas los saludaban y dejaban caer sonrisas. Pero en el paisaje interior de los debutantes todo era de un gris nublado de sombras, uno de esos panoramas espirituales plenos de horrenda desolación, como misteriosas alucinaciones persecutorias que en las horas de éxito anuncian grandes catástrofes.
Tenían los novilleros en los ojos la tristeza grave y meditativa de nuestra raza. Tristeza agravada por un sello inconfundible de resignada melancolía fatalista. El desaliento rápidamente los envolvía, la impaciencia de los "cabales" los paralizaba, los novilleros aturdidos, acobardados, en lucha entre su miedo y su deseo, no hacían sino aturdirse más y más, al no poder realizar la faena soñada por ellos a los toros de Cuatro Caminos por falta de... casi todo.
Desde ese momento la lidia para los noveles toreros era una extraña pesadilla en que vivían dos vidas; una, la de sonámbulos, penosa e inquieta, en que sólo se les ocurría dar derechazos, como robots, y aburrir; otra, de espejismo, en que los toros de Cuatro Caminos no eran lo que pensaron, sino "algo" malsano en que se mezclaron la sangre, la raza, la brutalidad y la muerte.