Barragán, Barragán... Dice Guillermo García Oropeza que la biografía de Barragán es, como la novela de Dickens, Historia de dos ciudades. Entre su natal Guadalajara, tan invadida de barragancitos, y la Ciudad de México, no menos víctima de excesos y despropósitos arquitectónicos, se movió este creador que utiliza al máximo la tradición y el saber oscuro y elemental del albañil, carpintero, pintor y jardinero, de los máistros perdidos y entrañables El autor de esta semblanza rinde un homenaje en el que habla, a partes iguales como haciéndose eco del equilibrio barraganiano, de los claros y los oscuros del artista jalisciense. Para Gabriel Gómez Azpeitia
Lo divertido del caso es que la famosa Rotonda es, justamente, ejemplo de la arquitectura más lejana posible a Barragán. Elevada en un estilo "protodórico" iba a ser una especie de panteón con su cúpula pero como ésta, quizás por razones presupuestales, no se puso, todo quedó en una curiosa columnata cilíndrica realizada además no con severo mármol pantélico sino con la deliciosa y humilde cantera amarilla de Guadalajara y hoy rodeada de lujuriosa vegetación. La Rotonda es obra de Vicente Mendiola, arquitecto de lo más ecléctico, de aquellos que tanto gustaban a los políticos y clérigos del medio siglo xx, como lo atestigua su Palacio Municipal tapatío que es portento de un estilo "colonial" tan genuino como una escenografía para algún remake de película del Zorro californiano. Al convertir a Barragán en ilustre, Guadalajara no sólo intenta hacerse perdonar la indiferencia con que lo trató en vida, sino recuperarlo también para sus glorias locales como ha hecho con Orozco, Rulfo y Arreola. Pero una importante ganancia adicional de la recuperación de Barragán sería la de tener, por fin, un creador ilustre de la derecha y miembro inobjetable de "la gente conocida", esa pequeña, criolla, devota y un poco blanda aristocracia local. Porque Luis, claro, era "gente como uno" (dirían las gentes conocidas), Morfín por parte de madre y emparentado políticamente con Efraín González, Luna, con el panismo clásico, católico y jesuita, infinitamente mejor, sin duda alguna, al foxismo inculto o al neopanismo nazi y legionario. Así que si Barragán pertenece, políticamente, a la cultura de la derecha católica, es absolutamente necesario aclarar que se trata de una cultura y una estética ya perdidas y que es inmensamente respetable. Cultura bien afrancesada por lo demás, lectora de Claudel y de Peguy, melómana, balletómana y esteticista. Inmersa quizá en una cierto proustismo nostálgico del Edén subvertido pero fascinada igualmente con los signos de la modernidad. Cultura que nada tiene que ver, habrá que remacharlo, con la barbarie actual, con el revanchismo cristero y otros tristes signos de los tiempos. Y si a eso añadimos las preferencias de la sensibilidad de Barragán, su reciente consagración por la derecha bronca y homófoba resulta, dirían los italianos, algo molto divertente.
El Barragán tapatío del que sobreviven pocos pero elocuentes ejemplos (como la Casa González Luna, hoy centro cultural de la universidad de la Compañía de Jesús) resulta ser una deliciosa curiosidad en la historia de la arquitectura mexicana del siglo xx. Y es que en este periodo de juventud (el equivalente de los picassianos azul y rosa) Barragán, formado como ingeniero civil, construye en la diminuta, excepcional Guadalajara de la década de los veinte y principios de los treinta, aquella que retrata el también joven Agustín Yáñez en su encantador Genio y figuras de Guadalajara, unas casas que son de ingeniero (no de arquitecto modernista), que son de albañilería y artesanías tradicionales de la construcción, pero que proponen un novedoso ideal estético. Casas de cerrados muros, de patios de cipreses y agua, con policromadas puertas de madera, bruñidos pisos de mosaico rojo y que sobrepasan, repito, lo "colonial", para traslucir los descubrimientos estéticos del joven Barragán. Los que incluyen, al parecer, los ecos de resplandores de los Ballets Russes de Montecarlo, donde se mezclan mágicamente el viejo colorido moscovita con las audacias de Giaghilev y sus creadores.
Mas lo interesante de Jardins Enchantés no son, por supuesto, los textos de Bac sino sus ilustraciones que van desplegando un mundo de castillos moriscos y románticos, esbeltos puentes como el de Ronda, la antigua, blancos pabellones, algún bélvèdere que "se posa sobre una roca" y al cual rodea sombrío bosque y muralla roja, puertos africanos, lunares jardines, patios de nocturnos cipreses y las casas... las casas tapatías de Barragán. Las que se levantaron, desafiantes, exóticas, en las empedradas calles de "las Colonias" rodeadas de fresnos de verde tierno. Alguien, me imagino que una norteamericana dotada de buen financiamiento o una sutil francesa, debería hacer la investigación definitiva, exhaustiva sobre las raíces, en esos jardines encantados, de la primera obra de Barragán. Pero mientras llega tal documento bastará afirmar lo evidente: el juego de reflejos entre el libro y las casas sobrevivientes en medio de la barbarie de la nueva Guadalajara.
Pero en 1936 se va Barragán a la Ciudad de México y allí se "moderniza" y nos da un nuevo estilo, racionalista y muy Le Corbusier, en limpios edificios de apartamentos. Luego, en los años cuarenta, compra terrenos en Tacubaya, en aquella hermosa calle que era Madereros, hoy ahogada por el tránsito, y descubre cómo un campo de lava, muy lejos, muy al sur, se puede convertir no sólo en gran negocio sino en uno de los momentos más felices de la emergente gran burguesía mexicana. El Pedregal donde la estilizada serpiente de Mathias Goeritz guarda el paraíso de los happy few que viven tras los muros de piedra negra, en casas audaces o señoriales en medio de amplitudes donde los colorines florecen, escultóricos y abstractos, entre la lava, malpaís convertido en jardín exótico, "a la mexicana". Y Barragán llega a su gran época, a sus grandes, clásicos, inevitables ejemplos. A su casa de Tacubaya con su misteriosa azotea limitada por muros compuestos como un cuadro abstracto, un poco Mondrian, un poco Malevitch o Ben Nicholson; con su escalera que se mueve, serpentina, sobre un muro blanco, conventual, y donde la ventana grande y cuadrada cuya manguetería es, claro, una cruz griega, abre la vista de un jardín mexicano a un recinto interior donde luce en un facistol una vieja estampa romana acompañada, en el muro, por la pura geometría de un cuadro de Josef Albers. Esa casa de Tacubaya, sancta santorum del barraganismo y que es el monasterio de un hombre solo porque Barragán sabía del ideal aquel del hortus conclusus (como González Martínez), única morada posible para un católico entregado al celibato de la estética. Monasterio donde vivió su dolorosa declinación, un mal de Parkinson agravado por osteoporisis que lo iba, literalmente, pulverizando. Yo recuerdo, de alguna visita que le hice cuando escribía un pequeño libro sobre él, cómo Barragán mantenía la más absoluta lucidez, la conciencia realista de su propio valer. Están también las casas del Pedregal, la casa Gálvez en San Angel con sus ollas y espejos de agua, el convento de las monjas capuchinas de Tlalpan con sus muros cálidos, la cruz reducida a total pureza geométrica y el retablo esencial de oro. Luego los proyectos para fraccionamientos como el de Jardines del Bosque en Guadalajara donde todo, claro, se quedó a medias o perdido en la desolación como el Pájaro de Goeritz siempre amenazado de que lo atropelle el tren, o el de Lomas Verdes al norte de la Ciudad de México donde también se alzarán las torres de Satélite y de la discordia, y cuya paternidad cuestionará Goeritz olvidando que detrás de sus colores tan vivos está otro creador, ese pequeño genio que fue Chucho Reyes Ferreira, también "gente conocida" de Guadalajara.
El Barragán de los últimos años, en su extraña sociedad con Raúl Ferrara, apunta hacia una nueva e inquietante dirección. El arquitecto de la intimidad, "de la belleza, poesía, embrujo, magia, sortilegio, encantamiento" (utilizo sus propios adjetivos) pero sobre todo del silencio, se convierte en el arquitecto de la desmesura, de una muy discutible monumentalidad que recuerda las soberbias de Albert Speer, el arquitecto de Hitler que hoy, por cierto, resucita en un proyecto de lo más nazi: la Basílica de los Mártires de la pobre Guadalajara de Barragán. Resulta poco elegante en estas celebraciones del centenario intentar una crítica de Barragán. Sin embargo, no puedo evitar recordar una malévola, pero muy sugerente, anécdota según la cual Mario Pani (mucho más exitoso en términos prácticos que el tapatío) al enterarse de un premio dado a Barragán dijo con agudo regocijo que el premio se lo merecía, en realidad... el fotógrafo de Barragán. Y mucho me temo que en gran parte tiene razón Pani, ya que la obra de Barragán es un icono fotográfico, obra privada, prohibitiva, difícil de conocer y visitar (a diferencia de la obra de Pani, Enrique Yáñez, Sordo Madaleno o el maestro Villagrán, para no hablar de la de Ramírez Vázquez, faraónico arquitecto del priísmo triunfante) y que los barraganistas conocemos no de oídas sino de foto, de estudiada composición e iluminación, filtrada por la lente y sensibilidad de Armando Salas Portugal o sus fotógrafos japoneses. Y si este secuestro que la fotografía ha hecho de la obra de Barragán la pone lejos de la vivencia de estudio, también la protege de la usura de la realidad y la congela para siempre en perfecta abstracción.
Aunque se dirá que también hay barraganistas con talento. Conozco algunos jóvenes arquitectos también de formación jesuita, que repiten fervorosa y ritualmente a Barragán y le rinden el más puro homenaje de la imitación. ¡Ay Barragán, Barragán! ¿Adónde iremos ahora que no estás y que tu México volcánico y aristócrata se convierte en pesadilla neoliberal, foxiana, posmoderna en manos de una burguesía irredenta? En estas ciudades desmesuradas y vulgares, peligrosas e invivibles donde tus espejos de agua reflejan las contaminaciones, donde tus casas se cortan con cuchillo de carnicero para hacerlas más rentables. Adiós Barragán, joven alucinado por los jardines nocturnos de la Provenza, por los castillos solitarios de arcilla roja y marroquí, por las luces racionalistas. Barragán maduro que descubre la extraña belleza telúrica del campo de lava en el alto valle, Barragán que ve llegar el premio a su manía de perfección, que muere en el silencio de su hortus conclusus. Ingeniero y poeta de doble profesión. Tapatío de memorias. Revolucionario que opone a la servidumbre del estilo internacional con su elección de grandes ventanales y estructuras de acero, estética de aparador corporativo, su amor por el silencio y la protección que sólo puede dar la fortaleza del muro. Barragán último artista que utiliza al máximo la tradición y el saber oscuro y elemental del albañil, carpintero, pintor y jardinero, de los máistros perdidos y entrañables, de cuando la arquitectura se iba plasmando poco a poco en arcilla y con agua (un poco como cerámica) y no se armaba como ahora, sacada de un catálogo. Que Venus te conceda, como al Príncipe del Gatopardo "una cita menos efímera" en "la región de la perenne certidumbre". En el espacio puro donde los volúmenes afirman su perfección geométrica, su misterio pitagórico. |