VISITA PAPAL
Monjas, indios, transeúntes... nadie los conoce
"ƑMártires cajonos? Venimos a ver al Papa, él es un santo"
Juan Diego, reducido a producto en oferta, oficial y pirata
ALONSO URRUTIA
"ƑMártires cajonos? No, no le sé decir", responde Gloria Martínez. Sentada en una banqueta sólo espera el paso de Juan Pablo II, en su recorrido del adiós. Fervorosa a la hora de rezar el rosario, sólo tiene conocimiento de que el pontífice irá a bendecir el extinto cine Lindavista, futuro templo del nuevo santo nacional. Ella pasará a la Basílica más tarde a elevar una oración y se irá.
De Juan Bautista y Jacinto de los Angeles poco se sabe entre la feligresía. Muy pocos están enterados de que murieron en defensa de la fe cristiana, según la versión oficial. Menos aún de que la delación que hicieron de la idolatría de los indígenas en Oaxaca los llevó a la muerte.
Los nuevos beatos mexicanos, motivo de la oración, son unos desconocidos para los feligreses que, con nostalgia, aguardan ver al Papa, quizá por última vez.
"Sé que son mártires, pero bien a bien no sé la historia", dice María de la Luz, de las Hermanas Guadalupanas de Lasalle, minutos antes de que el papamóvil atraviese Paseo de la Reforma rumbo al acto de beatificación de los indígenas.
Lo que es indudable es que conoce bien la ruta de la santidad: se comienza por ser siervo de Dios, se pasa por beato y ya luego se llega a ser santo, mediante la acreditación de virtudes milagrosas y siempre con la anuencia de la Congregación para las Causas de los Santos.
Esa misma que a pesar de los pesares hizo el milagro de convertir en santo a Juan Diego, quien por cierto desde ayer ya tenía su oración oficial.
La despedida
En la nunciatura se aprestan al adiós. Proscritas desde el viaje pasado -para no importunar al Papa dado su estado de salud-, esta vez vuelven Las mañanitas con el sello de la televisión privada.
Y aprovechando el fuero que le da el patrocinio televisivo, Pedro Fernández cargó con toda su prole -esposa y tres hijos- para cantar a Juan Pablo II.
Mientras, la muchedumbre que espera al pontífice por Paseo de la Reforma es una extraña mezcla de oficinistas trajeados, secretarias perfumadas, vendedores que no paran de ofertar, policías que enseñan su rosario para dar a entender que no sólo están ahí por instrucciones superiores, y numerosas monjas.
A las religiosas les habían dicho que estarían en la glorieta del Angel de la Independencia para que aclamaran desde allí al jerarca católico, mientras el papamóvil diera la vuelta entera al monumento nacional.
Pero no se les autorizó.
Tres días de negociación entre la delegación Cuauhtémoc y la arquidiócesis de México no modificaron el criterio de la autoridad. El empeño de la jerarquía católica no removió la lógica delegacional: proteger el mausoleo nacional.
"No somos vándalos", fue la insistencia infructuosa para marcar distancias frente a los excesos de las pasiones futboleras.
Sin monjas ni clérigos en torno del Angel, de todos modos Juan Pablo II le dio vuelta al símbolo independentista que alberga los restos de los héroes nacionales, en su momento excomulgados.
Inexpresivo peregrinó el Papa por toda la ciudad, desatando pasiones y llantos. A su lado, con su rojísima sotana, el cardenal Norberto Rivera no cabe en sí. El y sólo él se colgó los galardones de traer a su jefe, a pesar de todo.
Quienes los admiran desde las aceras en todo caso festejan la canonización de Juan Diego, como Leocadio Ramírez, mexiquense que se trasladó a la capital para venerar al Papa, "que es un santo". Ya en confianza pondera los alcances de su fe, que no toca por cierto al clero, cuya conducta censura: "No soy un comecuras, pero cómo les hace falta la caridad". A su modo y con las limitaciones de su fe, no para de criticar a los clérigos indiferentes, interesados o negociantes.
Entre la interminable fila de fieles que crucifican la vialidad de la metrópoli, la venta continúa. "šCómprelo de una vez, para que ya se lo lleve bendecido por el Papa!", lanza como una oferta, como una promoción una vendedora de llaveros.
En el tercer día de estancia es difícil encontrar al católico que no cuente ya con un producto oficial o pirata de la visita papal. Aunque ciertamente hay quien vive la fe con mayor obsesión: en las televisoras la narración casi cobra forma de oraciones. No bien alcanza Karol Wojtyla a mover la mano, los locutores ya hablan conmovidos de su entereza espiritual.
Esta vez el recorrido se realizó sin contratiempos. No hubo personal responsable de valla que abandonara su misión con tal de tocar el papamóvil, y no se repitió la historia del joven que disparara diábolos desde alguna azotea para que su imprudencia se tradujera "en un atentado al Papa", según crónicas de diarios italianos.
Luego de hora y media de ritual para la beatificación de Bautista y De los Angeles, el vehículo puso rumbo al aeropuerto. No bien dejó el pontífice la Basílica, ya el personal de la Iglesia se apresuraba a la repartición de decenas de tortas y aguas que no se consumieron en la Casa del Peregrino.
Poco a poco las calles que va dejando atrás el Papa retoman la normalidad. Los conductores ya no se ofuscan buscando una "vía alterna" para cruzar calles confinadas a la ruta papal y el tráfico empieza de nuevo a fluir. Se acerca el final de la historia. La quinta visita papal agoniza y el cansancio agobia al jerarca católico. Deja tras de sí el recocijo de sus fieles y el escándalo sobre la vigencia de la laicidad del Estado. Con enormes dificultades sube al avión que lo regresará al Vaticano. La enésima bendición que lanza al aire pone fin a su omnipresencia mediática.