Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 27 de julio de 2002
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Política

Ilán Semo

El crimen de Atenco

En Atenco la muerte se anuncia con salvas. Los cohetes estallan en el aire sin la vehemencia acostumbrada. Uno aquí, otro allá, durante horas, asintiendo una crónica de indignaciones anunciadas. Las campanas muerden la tarde, al igual que el silencio de la gente que inhibe el bullicio de las calles. La plaza está vestida de niños y coronas. "El odio es un dios trágico", escribe López Velarde. Pero en Atenco no hay nada que lo celebre. La muerte de José Enrique Espinoza Juárez es una muerte digna, sin reparos, sin un ápice de resignación, un retorno a la tierra, concebida ya no como una geografía ni como una mitología de la ira, sino como el sitio justo en que el apocalíptico cosmos urbano cobra la dimensión elemental de un rostro y de la más simple razón de ser: la razón de pertenecer.

La oración de una joven lo explica todo, o más que todo: "Esta bandera (que cubre el féretro) significa la patria, y la patria de cada quien es donde enterramos a nuestros muertos."

Sigue la refutación de la versión oficial: "Primero querían expropiarnos las tierras, ahora quieren expropiarnos la muerte." Lo que indigna a los miles de reunidos no son las inclemencias del destino que ya han calculado, que es resistir y no naufragar en el intento, sino el regateo con la muerte, el manoseo de la memoria. Todos conocían a José Enrique. Era el controlador de las peseras. Un tipo bronco pero amable. Al igual que algunos, sólo defendía el predio de su casa, pero a diferencia de muchos, con terrenos de cultivo, no tenía nada más que defender. Tal vez por eso, porque no tenía nada que negociar, defendía más que todos. La memoria en Atenco se traduce en el derecho a estar. Las cosas que perduran con el tiempo se han impregnado paulatinamente de tanta razón que lo único insensato es pensar que su procedencia o su destino sean inverosímiles. Ser "ejidatario" significa: formar parte de esa comunidad -o mejor dicho: comunión- que resiste desde hace décadas la voracidad de una burocracia política a la que sus miembros han obligado, una y otra vez, a recular y negociar, y ahora a capitular; reunir los atributos de quien tiene derecho a los predios y a la más resistente de todas las instituciones subterráneas del siglo XX mexicano: el comisariado ejidal; pertenecer a la comunidad de movilizados que representan la soberanía de los "pueblos" del lugar (siete en total), entendidos no como la definición épica de los de abajo, sino como esas auténticas repúblicas insulares que deciden desde hace más de dos siglos la doxa y el habitat (jurídico, político, social, cultural, religioso...) de esa mitad de los mexicanos (o tal vez más) que habitan desde los extendidos linderos de las urbes -el centro de la periferia- hasta las profundidades del mundo rural; protagonizar la defensa de un predio no en la tierra sino en el destino de quienes siempre han estado convencidos de que el futuro les está vedado. En Atenco, ser ejidatario es simplemente: ser. Por eso indigna el escamoteo que hace el documento oficial de esa simple pero radical definición de la vida y obra de Juárez, y que lo separa no de un atributo sino de una historia entera. Si la táctica oficial quería dividir y vencer a los siete pueblos en rebelión, olvidó que la pretensión de sus aliados era, más que vender predios, pasar a ese estado social, que en Atenco es superior.

En México, detrás de un ejidatario siempre hay otro ejidatario.

Doble expropiación, doble agravio: "Que lo mataron a palos no hay duda, el problema es si la van a pagar." La política es una batalla por la memoria, y la memoria una disputa por la historia. No es lo mismo morir de diabetes, como se asienta en el comunicado oficial, que morir por homicidio. En juego está esa extraña conjunción entre la legitimidad de la rebelión y el derecho al estado de derecho, que es la fuerza del movimiento contra la edificación del aeropuerto. Toca a la justicia del Estado investigar, condenar y castigar el crimen cometido por el propio Estado; en eso reside precisamente la esencia del estado de derecho.

Las razones del rechazo radical a la construcción del aeropuerto son hoy obvias: es una hidra de mil cabezas que desborda a una poderosa institución: la comunidad de los pueblos de Atenco. Además, el "progreso", en una era posindustrial, se ha vuelto una hidra desdentada. Nadie tiene quien le escriba. Y el mundo de la tradición espera firme aunque pacientemente a la vuelta de la esquina de la modernidad.

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