Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 15 de julio de 2002
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Política
ATENCO: EL CONFLICTO

En un pueblo tachado de inculto, la defensa de las tradiciones nahuas es primordial

Atenco, lucha de la cultura contra el progreso

"Para nosotros es más fácil morir peleando; no nos vamos a echar para atrás", dice la gente

JAIME AVILES ENVIADO

San Salvador Atenco, Mex., 14 de julio. Bastaría un cohetón a cualquier hora del día o de la noche para que de éste y de los pueblos vecinos salieran 7 mil campesinos machete en mano dispuestos a morirse en la raya. ¿Por qué? Las "autoridades" jamás pudieron explicarlo. Si algo, por fortuna, ha quedado claro, es que los "intereses ajenos al conflicto" que propiciaron esta organización extraordinaria fueron los de Pedro Cerisola, secretario de Comunicaciones y Transportes; Arturo Montiel, gobernador del estado de México; el grupo Atlacomulco, la inmobiliaria ARA y distintas empresas, como Casas GEO y otras, que, según la revista Expansión de noviembre, valuaban el negocio del aeropuerto de Texcoco en 100 mil millones de dólares.

Ebrios de macroeconomía y globalización, todos ellos creyeron que nada sería tan fácil como borrar del mapa una cultura que tiene raíces milenarias, que sigue colocando ofrendas a Tláloc y que palpita más viva que nunca en los patios de las casas, donde los campesinos todavía utilizan telares de cintura del siglo XIX para hacer fajas de algodón, y miden el maíz en pequeñas cajas de madera coloniales que llaman cuartillos, además de cumplir con los rituales de la mayordomía para celebrar sus fiestas, pero sobre todo se indignan cuando aquellos que pretenden arrebatarles todo, absolutamente todo, los llaman "incultos" y "huevones".

¿Qué no han dicho de los campesinos de Texcoco? Que habitan "jacales miserables", que "no trabajan", que están "manipulados" y, lo peor, que son "tontos" e "ignorantes" porque se oponen al "progreso" cuando rechazan los célebres siete pesos que el gobierno de Vicente Fox les ofreció por cada metro cuadrado del universo donde reposan sus muertos. Pero este fin de semana el delirante proyecto del aeropuerto de Texcoco se esfumó, en buena hora, para siempre.

Quienes lo alentaron tercamente no sólo querían desaparecer la cultura náhuatl de la región, sino, además, destruir los santuarios de los patos migratorios de Canadá, acabar con la Universidad Autónoma de Chapingo y asfixiar decenas de pozos del valle, que actúan como vasos reguladores de los manantiales profundos y que, al ser aplastados por la "modernidad", habrían inundado las cuatro pistas de aterrizaje, los hoteles y los fraccionamientos de lujo que la voracidad sin límite de los especuladores planeaba construir sobre las milpas.

Fueron los dueños tradicionales de la tierra quienes, con su comprensible determinación de morirse en la raya, ayudaron a Fox a evitar un error cuyo costo político, el de una matanza desmesurada, habría hecho inviable el resto del sexenio.

En las fogatas

Son las 3 de la mañana en la carretera Texcoco-Lechería, sobre el tramo que va de Atenco a Cuexcomac. Aquí y allá arden las fogatas y el chisporroteo recorta las sombras de los camiones cargueros detenidos desde el jueves, donde se pudren ya las fresas y agonizan los cerdos. Al amparo de la lumbre, decenas de hombres juegan a las cartas, cantan, charlan. Tres reporteros caminamos al garete, buscando un lugar para dormir. Afuera, invisible, respira el cerco de policías y soldados que espera la orden de atacar a sangre y fuego, como vaticinan, y desean, tantos periódicos.

Frente a la alcaldía del pueblo, donde permanecen los seis funcionarios mexiquenses retenidos, las mujeres reúnen la basura y la queman, al tiempo que otras cocinan, puliendo el sencillo orden cívico de este lugar sin policía ni gobierno. Margarito Reyes, presidente municipal priísta y partidario del aeropuerto, que huyó meses atrás cuando estalló el movimiento, duerme en su casa y nadie lo molesta.

Sin embargo, en las fogatas de la carretera tres hombres quieren saber cuán de verdad somos los periodistas. Una vez que comprueban la autenticidad de nuestras credenciales, nos invitan a trabajar. "¿Quieren ir a ver los terrenos expropiados por el gobierno?", preguntan. Y allá vamos. Cogen sus machetes y bicicletas y nos conducen a pie hasta la esquina de las calles Miguel Hidalgo y Emiliano Zapata, nada menos, donde la barda trasera del panteón municipal da a la milpa. Uno de los guías bromea con sorna: "A los muertos también los van a reubicar cuando por aquí pasen las nuevas autopistas", dice.

Yo aún me río al pensar en la escena que vi horas antes en Tortas Richard's, un local de 30 metros cuadrados cuyo propietario, caso insólito en Atenco, sí está de acuerdo con la indemnización. "Andale, vende", lo incita una de las meseras. "Te van a dar 210 pesos por el terreno."

Con una mano vendada, porque el jueves lo lastimaron en la refriega de Acolman con una bala de goma -"que no son de goma, sino de madera"-, uno de los tres guías describe la furia que lo embarga cuando piensa que todo esto, el suelo y el cielo, el aire, el agua, el paisaje, todo, va a desaparecer. "Para nosotros es más fácil morirnos luchando; yo lo siento por mis hijos y mis nietos, pero no me voy a echar para atrás", repite. "Ni yo, compadre", lo secunda otro. "Ni yo", confirma el tercero.

"¿Que no trabajamos?", dice el más alto. "¿Que estamos infiltrados? ¿Que nos están manipulando?", nos ametralla a preguntas el más alto. "Vengan a conocer la tradición más antigua de Atenco." Y veredeando caminamos hasta el barrio El Chinaco, donde un perro nos gruñe de envidia al ver que su amo abre la puerta, nos invita a pasar y lo deja fuera.

Urdir y cardar

En un rincón del patio limpísimo, lleno de plantas y flores, con su fogón y su pileta y sus jaulas y su escoba exhausta de tanto trabajo, hay dos viejos telares de cintura. El anfitrión se coloca entre los palos, comienza a balancear los pies sobre los pedales y una cascada de hilos azules, anaranjados y blancos empieza a fluir entre las agujas, y en 10 minutos, sudando, produce una faja de algodón que venderá en La Merced, en la Central de Abasto o en las gaseras de San Juanico en 25 pesos.

El hilo, explica, proviene de los desechos que venden, a cinco pesos kilo, las fábricas de pantalones de mezclilla. Después de desflemar la pedacería, la extienden en las calles del barrio, de poste a poste de luz, para desenredarla. A continuación la hacen ovillos y luego la pasan a través de las agujas, en el arte, dicen, de "abetillar" el material. Y entonces le dan a los pedales, le encajan las grapas y en 12 horas de chamba sacan 60 metros, a los que más tarde habrán de coserle los bordes. Esto les deja 400 pesos a la semana y es un producto textil, aseguran, que inventaron los tamemes (cargadores nahuas), "desde antes del rey Nezahualcóyotl".

Hablan entonces de sus fiestas. De hecho esperan con impaciencia la del 4 de agosto, la de San Salvador. Como en la época de la Colonia, cada barrio nombra a sus mayordomos, que se encargarán de conseguir la música, los cohetes, la bebida y los tamales. Pero las familias los ayudan con el maíz -que miden en cuartillos- en unas cajas de madera que bien copeteadas recogen kilo y medio del grano.

En la milpa, que además de maíz les da frijol, verdolaga y quelites, y en los telares, haciendo fajas para los modernos tamemes de la Central de Abasto, trabajando siete días a la semana, se ganan la vida los miembros de la familia de Pedro Pájaro. El hombre de la mano vendada pregunta y responde: "¿Cómo financiamos la lucha? Para ir a la cumbre de Monterrey, en febrero, yo rifé una bicicleta y mis hijas hicieron palomitas de maíz. Así nos hemos costeado todo. Que no digan estos cabrones que estamos infiltrados, que nos están manipulando".

Caminamos de regreso al centro del pueblo. Para demostrar que aquí no hay "intereses extraños", nuestros guías saludan por su nombre y apellido a todas las sombras que encontramos en la calle. "Aquí hay cuatro primarias, una secundaria directa, una telesecundaria, una prepa, un panteón, y todos somos amigos porque somos las mismas familias desde el tiempo de nuestros abuelitos".

Maniobra escalonada

Recapitulemos. El decreto expropiatorio fue expedido en octubre de 2001. La primera consecuencia fue que, a principios de este año, el gobierno de Arturo Montiel canceló las ayudas de Progresa y Procampo. A lo largo de todos estos meses, a la asfixia económica se agregó la campaña mediática, pero más los calumniaban y más se fortalecían.

El pasado jueves, Montiel se acercó al pueblo de San Juan de las Pirámides, sabiendo que los de Atenco tratarían de interpelarlo. Era una emboscada. En el municipio de Acolman, los campesinos, que no eran más de 50, fueron atacados por una fuerza de 300 granaderos que les cerraron el paso, y luego 700 más salieron de las milpas por detrás y por los lados. Fue una golpiza terrible, inhumana.

Acto seguido, procedieron a detener a los dirigentes principales, Ignacio del Valle y Jesús Adán Espinoza, confiando en que al descabezarlos, los destroncarían. Grave error. Bastó un cohetón para que de todos los pueblos surgieran 7 mil campesinos machete en mano, que cerraron la carretera, replegaron a los ganaderos, confiscaron cuatro tractocamiones de Coca-Cola, sacaron de la Subprocuraduría regional al titular de la oficina, al director de Averiguaciones Previas y a cinco empleados más, y desafiaron a muerte al gobierno.

Con el mismo desprecio que ha exhibido en todo el proceso, Montiel encargó la "mediación" política al jefe de "inteligencia" de la Policía Judicial del estado, un hombre de aspecto oligofrénico, incapaz a todas luces de resolver un crucigrama. Y, entonces, el "gobernador" le aventó la pelota al gobierno federal y se fue a Cancún a hablar de cosas más serias. Pero la noche del sábado, mientras Pedro Pájaro trabajaba en su telar de cintura, Fox lo mandó llamar y le exigió que liberara a todos los detenidos. Esta es la victoria de la cultura sobre la infinita estupidez de "progreso".

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