viernes 14 de junio de
2002 |
CINE Los riesgos del beso francés n Alfredo Naime Padua |
De existir el género
cinematográfico morbosónpesadillesco, sin duda que su
director clásico sería Adrian Lyne. A él debemos
verdaderas gemas de este "casillero" inventado,
cual son Atracción fatal, 9 semanas y media, Una
propuesta indecorosa y hasta la segunda versión de
Lolita (1997), adaptación de la controversial novela de
Vladimir Nabokov. Lyne ataca de nuevo con Infidelidad (Unfaithful),
a la que habrá que sumar a la lista porque también se
ocupa de un affaire ilícito y clandestino, esta vez por
la vía del triángulo Richard GereDiane LaneOlivier
Martinez. En Infidelidad, Connie y Edward (Lane, Gere), padres del pequeño Charlie, están felizmente casados. Forman una familia acomodada de relación apacible. Una mañana ella va a la ciudad y el fortísimo viento la manda al suelo, justo encima de Paul (Martínez), un francés comerciante en libros. Como ella sangra de las rodillas, acepta su invitación para atenderse en su departamento. Para cuando Connie se retira, el apuesto joven ya le ha preparado té y le ha regalado un libro, en cuya página 23 (que él le pide consultar) puede leerse: "Alégrate por este instante, porque este instante es tu vida". La experiencia resulta tan contundente para la guapa señora que, días después, Connie encuentra la ocasión de regresar al piso de Paul, aún recriminándose su debilidad y reconociendo los riesgos. A partir de ahí se desencadena una tórrida, apasionada, relación entre ambos. Para Connie el deseo resulta más fuerte que su sentimiento de culpa, mientras que Paul no parece tener algo que perder. Entonces, será la intervención de Edward -que no deja de notar los evidentes cambios en los hábitos y humor de su esposa- lo que provocará el vuelco definitivo, el vuelco de pesadilla, en los acontecimientos. Infidelidad está basada en La femme infidele (1969), de Claude Chabrol, que a su vez es una modernización de Madame Bovary. Se trata en definitiva de un drama marital, en la que ninguno de los tres personajes involucrados sale airoso o triunfante; los tres pierden, en lo físico o en lo íntimo. Pero si bien hemos seguido argumentos similares en otros films, lo verdaderamente perturbador en la película de Lyne (muy a su estilo) es que la infidelidad que le da pretexto y cuerpo no tiene el sustento de justificación alguna. Es decir, Connie se enreda en la aventura con un desconocido no porque sea infeliz con su marido o le aborrezca; no porque él la tenga olvidada o porque carezca de cercanía su relación; no por insatisfacción íntima o por cobrar revancha de algo dislocado entre ellos. No; Connie traiciona su matrimonio simple y llanamente por su incapacidad para darle la espalda al azar y a la ocasión; a la circunstancia absurda -disfrazada de viento descomunal, de rodillas magulladas- que le arrojó a los brazos y cama de ese seductor y bohemio despreocupado. Es precisamente por lo mismo, por esa carencia de motivos aparentes, que Infidelidad elige el camino -menos espectacular, pero más esencial- de observar a quienes la encarnan. La cinta se detiene entonces en las conductas, en las reacciones, en las encrucijadas de comportamiento del matrimonio -de Edward y Connie agobiados, confundidos, desesperados- en vez de intentar el sendero rutinario del thriller justiciero que forzosamente debe designar culpable(s) y castigarle(s) ejemplarmente. Así, planteadas las circunstancias, Lyne decide que la película encuentre su valor en el mero hecho de contemplar cómo esa pareja sobrevive y se mueve en el cruel callejón sin salida al que el desliz de ella les ha confinado. Y por supuesto duele comprobar cuánto se ha resquebrajado lo que solía ser un matrimonio feliz. De no ser porque ya existe -del propio Adrian Lyne- Atracción fatal, Infidelidad bien podría significar para el affaire extraconyugal lo mismo que Tiburón significó, en su momento, para nadar en el mar océano. |