Pedro Miguel
Frost en Belfast
El domingo pasado los soldados de Inglaterra empezaron
a duplicar la altura de los muros que dividen a católicos y a protestantes
en la parte oriental de Belfast, con el propósito de evitar nuevos
enfrentamientos en la ciudad. Las paredes divisorias se elevaban a 3.66
metros, que viene siendo el doble de lo que mide un humano más bien
alto. En unas semanas Belfast quedará dividida por una barda de
más de siete metros, o sea, el equivalente de una construcción
de tres pisos. Les llaman "muros de paz".
Tal y como estaban, los muros del distrito de Short Strand
resultaban insuficientes para contener los variopintos proyectiles de odio
que se lanzaban bandas rivales -balas, piedras, ladrillos y frascos llenos
de gasolina- y que la semana pasada dejaron un saldo de decenas de heridos
en ambos lados de la pared.
Elevar los muros es una solución posible para los
que piensan, como el empecinado interlocutor imaginario del poeta Robert
Frost en el célebre Mending Wall, que "buenas cercas hacen
buenos vecinos" (good fences make good neighbors). El único
requerimiento para semejante operación mental es definir la buena
vecindad como ausencia completa de relación, como aislamiento fóbico,
como terror al contagio, al bombazo o a la pérdida de identidad.
La realidad es que la erección de un muro (o la
prolongación de uno ya existente hasta una altura supuestamente
infranqueable) representa una complicación adicional en una convivencia
conflictiva: la pared encierra, excluye y ofende por añadidura (Before
I built a wall I'd ask to know / What I was walling in or walling out,
/ And to whom I was like to give offense), y establece un multiplicador
de provocaciones. Esa es la lógica de las murallas, desde las de
Jericó hasta la "frontera inteligente" de Estados Unidos
con México (como si la única frontera inteligente posible
no fuera la que renuncia a existir), pasando por el Muro de Berlín
y todas las líneas verdes del mundo.
Una pared coloca a alguien en la posición de cautivo
o de excluido. Una pared es, por lo tanto, una manera de auspiciar conatos
de fuga o tentativas de incursión.
Ciertamente, ante la perspectiva costosa, incierta e inquietante
de resolver las raíces de una confrontación o de una diferencia,
siempre queda la solución estúpida, pero eficiente en el
cortísimo plazo (24 horas, una semana) del amontonamiento de ladrillos,
el fundido de hormigón o la instalación de dispositivos láser
e infrarrojos.
En el tercer lustro del siglo pasado, en el norte de Boston,
Frost escribía: But at spring mending-time we find them there,
/ I let my neighbor know beyond the hill; / And on a day we meet to walk
the line / And set the wall between us once again. El poeta intuía
que una pared tiene la virtud horrenda de crecer y reproducirse, como lo
describió, cinco décadas más tarde, Manuel Scorza
en Redoble por Rancas, novela en la que la valla de la Cerro de
Pasco Corporation se expande, a expensas de los comuneros indígenas
andinos, hasta devorar el universo conocido, y como pueden constatarlo
ahora los soldados ingleses en Belfast oriental.